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Juan Ramón Rallo

La falsa panacea de la inflación

Muchos no parecen darse cuenta de que, para el acreedor, la inflación equivale a un impago parcial (a una quita) de sus créditos. Si el impago deflacionario es intolerable, ¿por qué el impago inflacionista lo ven como imprescindible?

Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, ha escrito un interesante artículo en el que argumenta que la salida más rápida para la crisis actual pasa por generar inflación. En opinión de Rogoff, ni las reducciones de impuestos ni los incrementos de gasto público pueden lograr que el principal problema de nuestras economías –su brutal endeudamiento– se solucione, de modo que la única vía es la de reducir nuestro apalancamiento real haciendo que suban los precios.

El argumento de Rogoff es sugerente, pues se fija en uno de los problemas que sí padecemos –que no es, como ingenuamente creen los keynesianos, el síntoma de nuestra falta de demanda, sino la enfermedad de nuestro excesivo endeudamiento fruto de la expansión crediticia previa no respaldada por el suficiente ahorro–, y está en línea con lo que han propuesto muchos otros economistas de orientación más monetarista que keynesiana. El problema es que, como tantas otras veces, se trata de un argumento falaz y peligroso.

Primero, no está muy claro cómo podemos volver a generar inflación de manera sostenible sin cargarnos la moneda. Hasta la fecha, la inflación que habíamos padecido estaba relacionada con el incremento descontrolado del crédito; si todo el mundo obtenía poder adquisitivo extra para comprar bienes y la cantidad de bienes no aumentaba, es lógico que éstos se encarecieran. Pero ahora, con el enorme endeudamiento que sufran familias, empresas y gobiernos, no está claro cómo vamos a lograr que todos estos agentes vuelvan a demandar crédito. Y sin crédito no hay inflación, salvo que recurramos a destruir la moneda a la weimariana y zimbawense hiperinflacionaria manera. En otras palabras, la inflación –debido a la perversa organización de nuestro sistema financiero– será más bien un síntoma de la recuperación que una causa de la misma. Difícilmente podremos reducir el endeudamiento con inflación si la inflación no va a llegar hasta que reduzcamos nuestro endeudamiento lo suficiente.

Pero segundo, y más importante, aun cuando los bancos centrales consiguieran generar inflación, tampoco está claro cómo eso ayudaría a solucionar nuestros problemas. Entiéndanme, sin lugar a dudas la inflación mejoraría la situación de todos los deudores...  pero a costa de empeorar en la misma proporción la de los acreedores: los primeros pagarían menos de lo que deben gracias a que los segundos recuperarían menos de lo que prestaron. En ese sentido es un juego de suma cero, una política redistributiva desde acreedores a deudores.

Los problemas, con todo, van más allá de cómo puede ser que un juego de suma cero genere riqueza. Dados que los bancos son los principales acreedores de un país, serían ellos los principales perjudicados de una política inflacionista en el contexto actual de reducción del precio de los activos (tal vez haya algún economista que, como Krugman en 2001, también propugne reinflar las burbujas, aunque no me consta). Es curioso que muchos de los economistas que defendían que debíamos gastar una billonada en evitar que los bancos quebraran son los mismos que ahora defienden que tenemos que recurrir a la inflación para terminar de machacar a esos escasamente solventes bancos. Y si, según arguyen, nuestras economías no se recuperarán hasta que circule el crédito, ¿cómo lograr que éste fluya con unas entidades descapitalizadas por la inflación?

Muchos no parecen darse cuenta de que, para el acreedor, la inflación equivale a un impago parcial (a una quita) de sus créditos. Si el impago deflacionario es intolerable, ¿por qué el impago inflacionista lo ven como imprescindible?

Diría más: en realidad, el impago deflacionista resulta menos perjudicial que el impago inflacionista. El primero concentra todas las pérdidas en aquellos acreedores que han realizado malas inversiones; mientras que el segundo lo extiende al conjunto de acreedores, tanto a aquellos juiciosos y prudentes como a aquellos insensatos y alocados. La receta de la inflación, pues, pasa por evitar que las malas inversiones se liquiden plenamente a costa de la liquidación parcial de las buenas inversiones. Es más bien un juego que resta: sólo posponemos la recuperación –la reestructuración de nuestra economía y el reajuste de los precios relativos– a cambio de una destrucción neta de riqueza.

¿Le ven ustedes la lógica? Si no es así, deberían. El artículo de Rogoff sirve para poner de manifiesto cuál es la finalidad última de la inflación, que no ha sido nunca ni la de promover el crecimiento ni la de acelerar la recuperación. La inflación siempre fue un mecanismo de extorsión de los acreedores en beneficio de los deudores. Al fin y al cabo, ¿quién es el mayor deudor de toda la sociedad? Sencillo: el Estado. Por eso la inflación le resulta al establishment preferible a la deflación: porque los beneficiados son los que ostentan la batuta.

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