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Juan Ramón Rallo

Una década (mal)viviendo del crédito barato

Quiebra tarde Portugal. Porque sólo merced a la quiebra, a la amarga pero saludable medicina de cerrarles el grifo para que dejen de vivir de prestado, podrán empezar a cambiar.

Portugal no tuvo una burbuja inmobiliaria. Cierto es. Ni falta que le hizo. La expansión crediticia alimentada desde 2002 por el Banco Central Europeo le permitió (mal)vivir muy por encima de sus posibilidades. Fue un festín para el Estado y para la sociedad, que gastaron y gastaron –se endeudaron y se endeudaron– sin demasiada preocupación acerca de cómo iban a devolver el dinero.

Fíjense: ni siquiera en los años mozos del boom económico internacional, cuando en la vecina España acumulábamos un superávit presupuestario tras otro gracias a los ingresos tributarios del ladrillo, fue capaz Portugal de amasar un saldo positivo en sus cuentas públicas. Pero eso no impidió ni mucho menos que su sector público fuera creciendo hasta copar casi el 50% del PIB en 2009.

Lo mismo con el déficit exterior: tanto deseaban gastar los lusos, que su estancada producción interna –su PIB se ha mantenido plano durante toda la década– no les era suficiente, así que sus excesos tenían que comprarlos fuera... a crédito. No otra cosa indica ese desbocado déficit exterior cercano o incluso superior al 10% (ni que estuviéramos hablando de España o Estados Unidos). Los portugueses se endeudaban con el resto del mundo para gastar de más en el presente. Mas, ¿cómo esperaban algún día devolver esa deuda? Con una economía muerta y cada vez más copada por el sector público, ¿había alguna esperanza de que las exportaciones reflotaran y permitieran amortizar la deuda exterior?

No, sólo ese endeudamiento artificialmente abaratado que promovió en Europa el BCE les permitió gastar sin preocuparse por pagar. Cuando el crédito parece infinito, ¿qué sentido tiene devolver las deudas si simplemente podemos refinanciarlas? Ninguno, salvo cuando aterrizamos a la realidad y la burbuja pincha.

Y así, cuando el generoso chorreo del BCE desapareció, los problemas de Portugal seguían ahí, pero inconvenientemente incrementados por miles de millones de deuda, machacón reflejo de los exuberancias pasadas. A diferencia de en España, la crisis internacional no abocó a Portugal a la quiebra de un insostenible modelo productivo, sino que sólo certificó lo que ya había. Ninguna ilustración mejor de la dispar tragedia de ambas economías que la evolución de sus respectivas presiones fiscales. La de España, artificialmente inflada por la burbuja inmobiliaria, se desploma cuando ésta desaparece; la de Portugal, asfixiantemente elevada para ni siquiera saciar el voraz apetito despilfarrador del Estado, se mantuvo inalterada.

Claro, su problema nunca fue el nuestro –confundir un superávit ficticio con un déficit estructural–, sino ser capaces de continuar sufragando, merced al crédito barato, un déficit que ya sabían estructural.

Quiebra tarde Portugal. Porque sólo merced a la quiebra, a la amarga pero saludable medicina de cerrarles el grifo para que dejen de vivir de prestado, podrán empezar a cambiar. Sus demagogos políticos, a izquierda y derecha (sic), parecen más interesados –como en España– en rapiñar lo que quede de ese jugoso cadáver que es el sector público portugués, más que en facilitar la indispensable reestructuración de la economía Hace, pues, bien Trichet en dejar de monetizarles la deuda; ha hecho mal –fatal– en comprársela hasta ahora.

Llegados aquí, sólo falta repartir la factura. El sector público y los bancos portugueses (que tanto montan) deben 21.500 millones de euros a los bancos alemanes y 20.000 a los franceses. ¿Y a nosotros, los españoles? Apenas 13.000, peccata minuta, ¿no? Pues no, porque las empresas lusas –que en una economía donde el Estado copa el 50% de la actividad, algo dependientes del sector público deben de ser– nos adeudan 50.000 millones. En total, nuestra vecina economía les debe a nuestras entidades de crédito alrededor de 80.000 millones de euros, más de un tercio de toda su deuda. Ya saben, por tanto, para quiénes serán los dineros de ese ampliado fondo de rescate europeo: esencialmente para nuestros bancos y cajas, que es tanto como decir para los bancos franceses y alemanes.

Es lo que tiene haber generado una montaña de deuda basura: que todos nos hemos intercambiado promesas que no podemos cumplir. Pero lo peor no es eso, sino que, llegado el momento de purgar la basura, hemos seguido acumulándola. Tal ha sido el pecado luso: renuencia a dejar de gastar y oposición a flexibilizar una economía que desde hace una década clama por un urgentísimo reajuste. Y tal está siendo el pecado español. Ahora, a aguardar la penitencia.

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