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Juan Ramón Rallo

No es una amnistía: paga el contribuyente

A uno le cuesta entender que se aplauda el que los quebrantos derivados del irresponsable comportamiento de banqueros, hipotecados y depositantes se los tenga que comer aquel que nada tiene que ver con esos destrozos: el contribuyente.

Cargar contra la oligarquía financiera es un recurso bastante manido para recibir palmaditas en la espalda a cuenta de la crisis económica. El argumentario indignado se interioriza en apenas cinco segundos y permite dar una solución completa a todas nuestras inquietudes: "Los banqueros han originado este lío y todo él se solucionaría si, en lugar de rescatarlos, se condonara la deuda de familias y Estados, castigando a los bancos con la quiebra".

La realidad es algo más compleja: por un lado, la responsabilidad no es sólo de los banqueros, sino también –aunque no a partes iguales– de los bancos centrales, los políticos y de quienes imprudentemente se endeudaron durante la burbuja; por otro, es cierto que no hay que rescatar a los bancos con cargo a los contribuyentes, pero tampoco constituye una solución el amnistiar a los deudores y dejar caer a los bancos sin más.

En esencia porque, en contra de las apariencias, los principales acreedores de los deudores no son los plutocráticos banqueros, sino aquellas familias o empresas que mantienen un depósito en el banco. Cualquier entidad está apalacanda entre 25 y 30 veces con respecto a sus fondos propios, lo que viene a significar que los préstamos de los bancos son entre 25 y 30 veces superiores al capital que han desembolsado sus accionistas. ¿Y el resto? Pues el resto lo han aportado los acreedores de la banca; entre ellos, sus depositantes. Dicho de otro modo: nos guste o no –más bien no–, los depósitos de la banca (y todos sus otros pasivos) están invertidos en hipotecas, préstamos a empresas o créditos al sector público; si se amnistía a los deudores, los depositantes (y el resto de acreedores de la banca) corren con las pérdidas.

En este sentido, la interpretación oficialista sobre acaecido en Islandia durante los últimos años no puede estar más desorientada. Según se nos dice, como Islandia dejó quebrar a sus bancos, se ha podido permitir amnistiar a las familias hipotecadas (reducción general de las deudas hipotecarias a un máximo del 110% del valor de sus hogares o incluso a un 70% en algunos casos).

Nada más lejos de la realidad. Primero, Islandia no dejó quebrar a sus bancos: lo que hizo fue, por un lado, impagar las deudas –incluidos los depósitos– de los acreedores extranjeros y, por otro, nacionalizar y recapitalizar a los bancos asumiendo un coste muy superior al que, por ejemplo, supuso el salvamento de sistema financiero estadounidense. Segundo, la condonación parcial de hipotecas ha sido posible porque las enormes pérdidas derivadas de esa amnistía las están soportando no los depositantes islandeses, sino el nuevo propietario de los bancos: el Estado islandés, es decir, los contribuyentes islandeses.

Aquellos que solicitaron una hipoteca y se compraron una casa han dejado de pagar parte de la misma –aunque ello no obsta para que conserven la vivienda y puedan cosechar jugosas plusvalías en el futuro– y la diferencia ha pasado a ser sufragada por los bolsillos de los sufridos contribuyentes: los contribuyentes, no los banqueros. Basta con constatar que la deuda pública del país, en gran medida por salvar a las entidades financieras, ha pasado del 29% del PIB en 2007 al 100% en 2011. Ésa es la auténtica factura que no se va a dejar de pagar.

Así las cosas, uno podría entender (aunque no necesariamente compartir) tanto la postura opuesta a la condonación de deuda cuanto la favorable a la misma que defendiera trasladar las pérdidas derivadas de esa condonación no ya a los accionistas –que deberían perderlo todo– sino también a los depositantes y demás acreedores de los bancos: al cabo, los primeros son responsables de haber solicitado demasiado crédito a los bancos y, los segundos, de haber mantenido sus ahorros invertidos en esas irresponsables entidades. Lo que a uno ya le cuesta entender es que se aplauda el que los quebrantos derivados del irresponsable comportamiento de banqueros, hipotecados y depositantes se los tenga que comer aquel que nada tiene que ver con esos destrozos: el contribuyente. Que no les confunda la prensa: no estamos ante una amnistía de las deudas, sino ante una injusta socialización de las mismas.

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