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José García Domínguez

¿Y si abandonáramos el euro?

Consecuencia inmediata sería una depreciación fulminante de la peseta. Pero no una depreciación fulminante y controlada de la peseta. Nadie sabe hasta qué simas podría despeñarse.

Ante el presagio cierto de lo que se avecina, la gran tentación del Sur, que no solo de España, va a ser ésa, arrojar la moneda única al basurero de la Historia. Un imposible nada metafísico. Y es que el asunto no tiene vuelta atrás. Ya no. Fantasear con retornar a la divisa nacional, la huida hacia el claustro materno de la soberanía, es pura quimera. Tal como acaba de enunciar Jean Pisani-Ferry en El despertar de los demonios, inapelables argumentos de cuatro órdenes distintos bloquean toda posibilidad de escapatoria con rumbo al pasado. Los primeros, y no tan soslayables como pudiese parecer, son de orden jurídico. Ocurre que existe una cláusula de salida voluntaria de la Unión, pero no así del euro.

No cabe, pues, la opción de abandonar la moneda y, al tiempo, permanecer guarecido bajo el paraguas arancelario de Bruselas. La única opción es el o todo o nada. Y ello tras arduas y procelosas negociaciones, nunca de un día para otro. El segundo bloque de barreras obedece a imperativos de orden técnico. Hicieron falta, recuérdese, años de preparación, el rodaje de muy complejas adaptaciones de los sistemas informáticos, antes de acometer la transición. Desandar ese mismo camino por la vía de la precipitación y la urgencia podría abocar a una situación caótica. Luego vendrían los aprendices de brujo intentando galopar a lomos de un tigre.

Porque consecuencia inmediata sería una depreciación fulminante de la peseta. Pero no una depreciación fulminante y controlada de la peseta. Nadie sabe hasta qué simas podría despeñarse. En Argentina, cuando el fin de la paridad con el dólar, el peso perdió el setenta y cinco por ciento de su valor. Cada tuerca industrial sueca, cada motor de frigoríficos alemán, cada licencia de software yanqui, cada barril de crudo saudí, cada suministro de importación viendo cómo su precio se multiplica por cuatro. Y aún faltaría lo peor. El problema prácticamente insoluble de las deudas, igual la pública que las privadas. ¿Cómo pagar hipotecas en paupérrimas pesetas a unas entidades financieras endeudadas hasta las cejas con el exterior...en euros? No quedarían en pie ni los bancos de los parques. En realidad, el corralito, fatalidad tan ineludible como todas lo demás, sería lo de menos. ¿Pesetas? No, gracias.

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