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Daniel Rodríguez Herrera

Bután y nuestra felicidad

Aunque con la crisis se haya reducido un tanto su presencia, de un tiempo a esta parte ha surgido la moda de intentar sustituir la búsqueda del crecimiento económico por el aumento de la felicidad de los ciudadanos. La idea básica detrás de todos los que proponen ese cambio consiste en que existe una cifra más o menos alta a partir de la cual da igual ganar más dinero porque seguimos siendo más o menos igual de felices. Se han hecho incluso algunas propuestas para sustituir el viejo índice del PIB por algún indicador que de alguna manera refleje la felicidad y no sólo la prosperidad.

El más añejo y famoso es el FIB, siglas que corresponden a Felicidad Interior Bruta y no a Festival Internacional de Benicàssim. Lo propuso allá por los años 70 el tiranuelo de Bután como forma de eludir las preguntas que desde Occidente se hacían respecto a la falta de desarrollo de su país, embutido entre India y el Tíbet y con tan poco interés en mejorar económicamente que su único aeropuerto internacional está situado en el Valle del Paro. Naturalmente no lo calculó, pero cuando acabó llegando la globalización a Bután –que tuvo prohibidos la televisión e internet hasta 1999– un centro de estudios público creó el índice, que tenía en cuenta cosas como la preservación del medio ambiente, la armonía de la vida cotidiana y la preservación de la identidad nacional.

Lo que demuestra este índice basado supuestamente en la felicidad es que todo índice basado en algo tan difícilmente cuantificable estará basado, en realidad, en lo que al Gobierno que lo calcula le venga bien. La única ventaja del PIB –que como indicador económico tiene un montón de fallos– es que es una medida que intenta ser objetiva de algo concreto. Como la felicidad no se puede medir, un medidor de felicidad medirá otras cosas, reflejando únicamente el sesgo del encargado de medir. Así, por ejemplo, lo de la identidad butanesa del FIB ha servido para justificar que el Gobierno butanés oprima a modo a las minorías de habla nepalí que no se corresponden con esa identidad artificialmente definida por el Estado, expropiar sus tierras, prohibir su idioma y meterlos en campos de refugiados.

Pero ha sido en Francia donde más esfuerzo han puesto en abandonar el viejo PIB en busca de otras soluciones. Sarkozy montó una comisión al efecto, que al menos tuvo la decencia metodológica de no sacar un solo índice, sino proponer varios. ¿Y esto para qué? Pues se puede ver en el informe que sacaron, en el que se describen sus modificaciones al PIB y de forma bastante cómica de tan descarada muestran cómo la renta per cápita iría aumentando, de ser el 66% de la de Estados Unidos hasta llegar al 87%, si se aceptasen todas las modificaciones. Y encima la comisión la presidió el muy useño Stiglitz. En eso ha quedado la grandeur.

Al margen de los patéticos intentos de introducir la felicidad en el PIB, similares en objetividad al Índice de Desarrollo Humano de la ONU, queda la cuestión de cómo se pretende usar la felicidad para restringir las libertades económicas. Lo más habitual es proponer una cifra a partir de la cual mayores ingresos no dan más felicidad y, por tanto, está justificado poner unos impuestos expropiatorios para repartir el dinero entre quienes no llegan a ella y así incrementar la felicidad total. Al margen de las consecuencias prácticas de este tipo de políticas, como la huida de capital humano y del otro, ni siquiera son congruentes en sus mismos términos, pues son numerosos los estudios que correlacionan felicidad con la expectativa de futuros ingresos crecientes, que obviamente desaparecería con semejante impuestazo.

En general, usar la felicidad de los súbditos como guía de la política del Gobierno sólo sirve para que éste haga lo que quiera en nombre de la felicidad, arbitrariamente definida por él mismo; si la definición no va contigo, sonríe, no sea que te denuncien por no ser feliz, maldita sea. La Declaración de Independencia de EEUU habla con sabiduría de la "búsqueda de la felicidad", y no de la felicidad en sí misma. Bien sabían Jefferson y los suyos que el Estado no puede proporcionarla.

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