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José García Domínguez

El problema de España no es el paro

O volvemos a la industria o acabaremos volviendo al Tercer Mundo.

Gran alborozo oficial porque la economía española parece que ha creado unos cuantos empleos. Que al fin ha mutado la tendencia, predican los expertos con alguna euforia. Y atribuyen la buena nueva, cómo no, a la falacia de siempre: la relajación de la célebre "rigidez" del mercado de trabajo merced a las virtudes balsámicas de la reforma laboral. Falacia, sí, porque la tan cacareada rigidez para nada ha sido culpable de lo que aquí ha venido ocurriendo con el empleo desde 2008. Si fuera ésa la verdadera razón del paro peninsular, ¿cómo explicar que la rigidísima España alumbrara nada menos que uno de cada tres empleos nuevos en la Unión Europea entre los años 1995 y 2007? Simplemente, no se podría explicar de ninguna de las maneras.

El mantra de la rigidez es un cuento chino. Y si la inelasticidad del mercado laboral no era el problema, la flexibilización del mercado laboral tampoco va a ser la solución. Por lo demás, la cuestión no es que se cree empleo o no; en el fondo, eso es lo de menos. España, tan rígida ella, resulta que produjo 4.200.000 puestos de trabajo entre 2002 y 2007; aunque lo más asombroso fue que la tasa de paro apenas se inmutó; de hecho, nunca lograría bajar del 8%, un porcentaje que se tiene por catastrófico en cualquier país desarrollado. He ahí el rasgo estructural más extravagante de nuestro país: crea empleos al por mayor, pero únicamente para los inmigrantes. Era el precio oculto de aquel paso al vacío que dio España tras ingresar en la Unión Europea, cuando se apostó por el turismo de masas, la construcción y los servicios en detrimento de la industria.

El resultado era previsible: el aparato productivo nacional genera empleos de muy escasa calificación técnica, de baja productividad y, en inexorable consecuencia, retribuidos con suelos acordes a tales premisas de partida; empleos típicos de país pobre que se aprestan a demandar trabajadores oriundos de países pobres. El mercado reclama ayudantes de cocina, paletas y reponedores de supermercados, mientras los hijos de la clase media estudian ingenierías aeronáuticas y carísimos masters en gestión que los abocan a una disyuntiva simple: la frustración vital o el exilio. Un horizonte ya crónico que, por cierto, no van a cambiar las guerritas entre PP y PSOE, o entre liberales y keynesianos. O volvemos a la industria o acabaremos volviendo al Tercer Mundo.

En Libre Mercado

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