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José García Domínguez

¿Tiene solución la crisis?

Importamos más de lo que exportamos y nuestra crónica incapacidad para corregir ese sesgo estructural sigue abocándonos a la quiebra.

El problema, el profundo, el genuino, de verdad, no reside en que nuestros banqueros sean más ladrones que los de otras partes. Ni tampoco en que nuestros políticos resulten mucho más corruptos ahora que hace veinte o treinta años. No, ni los banqueros, ni los políticos, ni el gasto público, ni la famosa rigidez del mercado laboral, los cuatro sospechosos habituales cuyas siluetas figuran en todas las dianas, son en verdad culpables del desastre. El problema, el profundo, el genuino, el de verdad, procede de otro lugar. Es como una maldición bíblica. Ocurre siempre: cada vez que se despereza un poco, solo un poco, el consumo, nuestro déficit por cuenta corriente vuelve a dispararse. Un asunto que acaso carecería de excesiva importancia si no fuera por el pequeño detalle de que somos el país con la segunda mayor deuda externa del mundo (sí, del mundo).

Lo único que no nos podemos permitir, pues, es que aumente. Y en febrero ha vuelto a aumentar. En concreto, nos hemos gastado en el extranjero 4.633 millones de euros que no teníamos, por lo que alguien nos los ha tenido que prestar. Y eso únicamente en un par de meses, enero y febrero. He ahí nuestro verdadero problema: la balanza por cuenta corriente. Importamos más de lo que exportamos y nuestra crónica incapacidad para corregir ese sesgo estructural sigue abocándonos a la quiebra. Así las cosas, continuamos atrapados en una ratonera: si no aumenta el consumo, no nos resultará posible crecer, condición sine qua non a fin de poder pagar esa sideral deuda externa algún día.

Pero si aumenta el consumo, al punto se nos disparan las importaciones, haciendo que la deuda externa sideral, en lugar de achicarse, aumente todavía más, hasta alcanzar nuevas cotas intergalácticas. Por paradójico que resulte, es nuestro propio crecimiento, cuando por fin parece que se produce, el principal causante de los desequilibrios que vuelven a abocarnos a un cuello de botella. ¿Y por qué esa desgracia? Por una razón simple, a saber: la productividad de nuestra economía, demasiado baja en relación a la de Alemania y demás países del Norte, provoca que nuestros precios no resulten competitivos con los suyos. No hay más misterio. ¿Y tiene remedio ese problema? No, no lo tiene. Y si lo tiene, nadie lo conoce. ¿Entiende ahora el lector por qué Carlyle llamo "ciencia lúgubre" a la Economía?

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