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Juan Ramón Rallo

La capitulación del arrogante populismo de Syriza

La estrategia negociadora de Syriza desde que llegó al poder ha sido un disparate, propia de iluminados vanidosos que se creyeron sus embustes.

Varoufakis se creyó un jugador más hábil de lo que realmente es: su estrategia desde el comienzo fue amenazar a Alemania, y al conjunto de la Unión Europea, con el órdago de hacer estallar el euro. El ex ministro de Finanzas estaba convencido de que Merkel y sus pares terminarían cediendo antes de experimentar un desmembramiento de la moneda única. Tal como declaraba hoy mismo: "Mi punto de vista —y así se lo trasladé al gobierno— es que si ellos se atrevían a cerrar nuestros bancos, nosotros debíamos responder con una agresividad similar aun sin llegar al punto de no retorno: debíamos emitir nuestra propia divisa, o al menos amenazar con hacerlo; debíamos aplicar quitar a los bonos griegos en manos del BCE, o anunciar que lo íbamos a hacer; y debíamos recuperar el control del Banco central de Grecia".

Pero la Eurozona no cedió sino que se mostró dispuesta a que el Gobierno griego se ahorcara con su propia soga. Y ahí fue cuando toda la estrategia griega se desmoronó: Tsipras reveló que iba de farol, que el referéndum había sido simplemente un paripé negociador y que su deseo no era la de salir del euro. En el juego del gallina, Tsipras fue el primer cobarde en salirse del carril. Fue ahí cuando tuvo que recular y ceder en prácticamente todo: la estrategia de Varoufakis lo había colocado en una ratonera y Tsipras no quiso morir matando, de modo que tuvo que capitular con deshonores.

Así, en menos de una semana después del dignísimo referéndum, la Troika ha conseguido que Tsipras no sólo le entregue la cabeza de Varoufakis y que se comprometa a implementar en 72 horas un acuerdo mucho más duro del inicialmente propuesto antes del referéndum, sino que además lo ha empujado a que aporte como garantía de la nueva deuda un conjunto de activos estatales valorados en 50.000 millones de euros. Alta condicionalidad (cese de Varoufakis, subida del IVA, recorte de las pensiones, automatización de las reducciones del gasto, privatización de la red eléctrica o reversión de la contratación de empleados públicos) y elevadas garantías para avalar la financiación lograda.

La derrota de Syriza ha sido absoluta, por mucho de que sus partidarios se agarren al desesperado asidero de que Tsipras jure haber logrado un compromiso de reestructuración de la deuda griega. Pero recordemos que semejante compromiso por parte del Eurogrupo siempre estuvo encima de la mesa, condicionado —como ahora— a que Grecia fuera cumpliendo sus compromisos. Lean, si no, el mensaje publicado por el Eurogrupo el 27 de noviembre de 2011, meses después de acordado el segundo rescate: "Los países de la Eurozona están dispuestos a tomar las siguiente medidas: rebajar en 100 puntos básicos el tipo de interés pagado por los préstamos recibidos por Grecia (…); alargamiento de los plazos de los préstamos en 15 años y un retraso en el pago de intereses de 10 años (...). Sin embargo, el Eurogrupo recalca que la deuda griega sólo se beneficiará de estas reformas de manera gradual y condicionada a una completa implementación de las reformas que el país ha suscrito". Tsipras, por tanto, no ha logrado nada nuevo a lo que había: si cumples, las condiciones financieras mejorarán; si no, se quedarán tal cual.

Mas si la pésima estrategia negociadora diseñada por Varoufakis no ha logrado ninguno de los objetivos ambicionados —más bien al contrario: ha terminado abocando a Grecia a aceptar condiciones más duras de las iniciales—, sí ha implicado unos brutales costes para el país. En primer lugar, la economía griega llega medio año paralizada como consecuencia de la incertidumbre sobre su futuro generada por Syriza. Segundo, la credibilidad y la confianza del Gobierno griego, y de buena parte de sus ciudadanos, frente al resto de Europa ha saltado por los aires y tardará mucho tiempo en reconstruirse. Tercero, probablemente la coalición gobernante esté herida de muerte toda vez que ha padecido una humillación innecesaria en caso de haber cedido a tiempo, dejando en consecuencia un Ejecutivo debilitado e inestable. Y, por último, el corralito bancario provocado por Syriza ha supuesto la puntilla para la economía y para la propia banca griega: las transacciones se han paralizado —y van a seguir paralizadas— durante semanas, las compañías se han descapitalizado, las importaciones se han congelado suspendiendo las operaciones de muchas empresas helenas y la propia banca ha experimentado unas pérdidas extraordinarias que le han abierto un agujero de 25.000 millones de euros.

En definitiva, la estrategia negociadora de Syriza desde que llegó al poder ha sido un arrogante disparate, propia de iluminados vanidosos que se creyeron los embustes con los que estaban engañando a sus ciudadanos. Un elevadísimo coste político, social y económico del populismo para terminar consiguiendo un acuerdo mucho peor al que tuvieron desde un comienzo a su disposición. "Dignidad", lo llamaban.

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