¿Por qué no, si es la panacea? En la doctrina del federalismo fiscal –Wallace E. Oates, entre otros– se abundaba en las virtudes de una administración de los recursos públicos cercana a los contribuyentes y usuarios. La revelación de preferencias de éstos era más evidente a los ojos de la Administración.
Decidir correctamente acerca de la utilidad esperada de los bienes públicos por parte de la Administración competente es un dato relevante para el resultado del manejo de los recursos públicos. Por otro lado, el menor sacrificio –en términos de utilidad– en una distribución correcta del ingreso impositivo entre los contribuyentes es la otra variable que importa para una buena administración.
Dicho lo cual, la buena administración pública queda reducida a la maximización de la primera variable frente a la minimización de la segunda. Un principio siempre presente en el sector privado, tanto en la economía empresarial como en la familiar: conseguir lo máximo con lo mínimo.
La pregonada cercanía privado-público llevaría a apostar por la máxima descentralización pensando que, en puridad de criterio, ausente cualquier tentación de corrupción o simple corruptela, cuanto menor sea la dimensión administrativa en la que se toman las decisiones políticas, mejor conocimiento de sus pretensiones, tanto de beneficios como de sacrificios esperados, por los ciudadanos.
Lo dicho, naturalmente, tiene un límite, que es el que impone la mayor eficiencia en la producción de los bienes públicos, consecuencia de posibles economías de escala, frente a los elevados costes productivos de tales bienes en pequeñas unidades productivas.
El cupo, además, tiene la ventaja, frente al régimen fiscal de las comunidades autónomas, de que la parte amarga del pastel –la de recaudar impuestos– la hace, también, la misma Administración que disfruta de la parte dulce –realizar el gasto para producir, en su caso, y para asignar bienes públicos–, mientras que las CCAA realizan la parte dulce y es el Estado quien se encarga de la amarga.
Siendo todo ventajas, en teoría, ¿por qué no se generaliza a todas las comunidades el mismo sistema fiscal de cupo del que disfruta el País Vasco? La razón que adivino es que, si se generalizase, la suma de los cupos recibidos de todas las comunidades no permitiría al Estado acometer las funciones derivadas de las competencias retenidas. Lo cual nos lleva a una única interpretación: el cupo vasco es un régimen de privilegio que no puede extenderse.
Y no acepto que se me hable de razones históricas, en un país en el que todos los días se reescribe la Historia, rechazándose lo más evidente cuando nos viene en gana. El cupo, como sistema y como realidad, es un instrumento sacralizado de desigualdad entre los españoles que se traduce en efectos fiscales que afectan a la población y a sus rentas.
¿Tiene quizá también entresijos políticos? En este momento en el que hay que aprobar los Presupuestos del Estado, necesitaría ignorar mucho de lo que conozco para ponerlo en duda.