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EDITORIAL

El alto coste de la turismofobia

La extensión de la turismofobia puede acabar pasando una factura muy elevada a la economía española si no se ataja a tiempo.

Lo más grave de los actos vandálicos que vienen protagonizando los cachorros de la CUP en las últimas fechas no es la violencia, ya de por sí muy preocupante, sino el desastroso ideario sobre el que se sustenta.

La turismofobia, o el rechazo sistemático e irracional hacia los turistas, forma parte de un pensamiento mucho más amplio llamado "decrecimiento". Es lo que ecologistas y radicales antisistema defienden bajo el argumento de que el desarrollo y el progreso económico son perniciosos desde el punto de vista social y muy perjudiciales para la naturaleza. Poco importa que la humanidad haya experimentado el mayor avance de su historia en los dos últimos siglos, coincidiendo con el nacimiento y la extensión del capitalismo a nivel mundial o que los países más libres y ricos sean, precisamente, los más respetuosos con el medio ambiente.

El rechazo al turista forma parte de este dantesco esquema de pensamiento. Más allá del evidente trasfondo xenófobo que refleja, contrario a la llegada de visitantes foráneos ya sean nacionales o extranjeros, este terrorismo callejero de nuevo cuño que empieza a germinar en Cataluña, Baleares y otras regiones constituye, en primer lugar, un importante problema de orden público que debe ser atajado de inmediato por las autoridades mediante las sanciones y penas que estipule la ley. En este sentido, la dejadez, cuando no connivencia, que ha demostrado el Ayuntamiento de Ada Colau y otras instituciones con estos grupos de delincuentes resulta, simplemente, pavorosa.

Sin embargo, más allá de las consecuencias jurídicas que se puedan derivar de estos deleznables actos, la extensión de la turismofobia puede acabar pasando una factura muy elevada a la economía española si no se ataja a tiempo. Los ataques a turistas perpetrados por Arran en Barcelona y Palma ya han obtenido el correspondiente eco en la prensa extranjera, trasladando así a nuestros principales clientes que no son bienvenidos a España. En caso de cuajar este mensaje, la economía nacional verá seriamente dañado uno de sus principales motores de crecimiento.

No en vano, el turismo representa el 11% del PIB nacional, emplea a más de 2 millones de personas y mueve cerca de 120.000 millones de euros al año. España no solo es uno de los países más visitados del mundo, con cerca de 80 millones de turistas internacionales, sino el segundo por nivel de ingresos y el más competitivo en esta materia a nivel global. Mientras que nuestros competidores más directos nos miran con envidia, aquí lo que pretenden algunos es matar a la gallina de los huevos de oro blandiendo excusas de todo tipo que poco o nada tienen que ver con la realidad.

El turismo es una industria de primer orden que debe ser protegida y mimada para que siga generando riqueza y empleo, ya que, en caso contrario, se perderá uno de los principales puntales de la recuperación económica. Por lo tanto, hay que perseguir y condenar de forma contundente a los violentos y, al tiempo, facilitar al máximo el negocio turístico y solventar los posibles problemas de convivencia que pueda generar esta actividad mediante reglas razonables, claras y sencillas. El rechazo a los turistas -con o sin violencia- no es la solución, sino el problema.

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