La suavidad del título hoy, para un tema tan trascendente, se debe a mi decidida voluntad de, en fechas prenavideñas, mantener la tranquilidad de espíritu de los lectores, pues no son pocos los motivos de inquietud y crispación que acompañan a nuestros conciudadanos.
De no ser por esto, el término temor habría sido sustituido por el de pánico. ¿Y por qué le daré yo tanta importancia a lo que muchos podrían considerar un simple vocablo?
Pues, precisamente, porque pienso que no estamos ante un simple modo de decir –como podría haber sido cualquier otra expresión–, sino ante un significado preciso del orden de los mercados, que representa la voluntad y sentido último de la construcción de la Unión Europea, presente ya en los fundadores, al firmar el Tratado de Roma en 1957.
Son sesenta años de rica historia, desde aquella CEE, que hoy bien merece el apelativo de UEME (Unión Económica y Monetaria Europea), en la que la referencia básica ha sido la libertad de los mercados, avanzando hacia ese objetivo desde un escenario de general intervención pública en ellos. Esa referencia es tanto más necesaria hoy, cuando tantas dudas surgen en ámbitos distintos, también en los propios organismos de la Unión, y que se evidencia en la búsqueda de fórmulas para lo que llaman "refundación".
La cuestión de la competencia surge hoy, a raíz de la recientísima reforma fiscal del presidente de los Estados Unidos de América. Se me dirá que la inquietud deviene de algunos aspectos de la reforma, en tanto puedan suponer un peligro para el libre comercio internacional.
¿Sólo por el libre comercio, o se está pensando que la disminución de impuestos se traducirá en disminución de costes empresariales, haciendo más competitivas sus empresas frente al mundo exterior? Al fin y al cabo, la libertad en el comercio internacional tiene un foro de discusión específico: la Organización Mundial de Comercio, y allí habrá que resolverla, si se produce.
¿No será que en la UE defendemos la competencia mientras no perjudique a nuestros intereses? Y, poniendo el dedo más en la llaga: bien que compitan las empresas europeas –sin entrar en detalles–, pero no aceptamos –como Estados– que compitamos entre nosotros. En otras palabras, sí a la competencia en el sector privado nacional y con el mundial, pero no a la competencia fiscal, sustituida en la propia Unión por la armonización fiscal como orden superior.
¿Será que cuando se trata de poner presión sobre el sector público para que, con los mínimos impuestos, cumpla los máximos objetivos, norma general para el resto de agentes económicos, establecemos nuevas reglas para el juego? Si un Estado soberano rebaja sus impuestos, por qué no el resto. La historia de la República de Irlanda con la Unión está ahí presente.
¿O es que la fiscalidad elevada viene a financiar gastos también elevados, consciente el recaudador de que, en buena parte, nada añaden al bienestar de los ciudadanos?