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José T. Raga

Estaba dicho…

Señor presidente, mire usted bien de quién se rodea y con quién pacta los PGE, y tantos otros objetivos.

La dignidad es el atributo humano de mayor relieve. Nos es propia en tanto que seres humanos, y nadie puede ni debe mancillarla o arrebatarla, siendo el simple intento de discutirla una ofensa que, dirigida al otro, es signo de humillación para quien la provoca.

La dignidad humana distingue al hombre de los demás seres creados. Ésta, la dignidad de la persona, debe ser defendida y protegida por todos y nadie puede, bajo título de potestad alguno, negarla o suprimirla.

Utilizando otro tipo de lenguaje, diríamos que la dignidad está fuera del comercio de los hombres, pese a ser los hombres sus verdaderos titulares. Por lo tanto no es susceptible de transacciones, de intercambios o de renuncias por precio alguno.

Siendo esto así, ¿qué explicación puede dársenos cuando vemos a quienes están dispuestos a pisotear su propia dignidad, a atenazarla al servicio de intereses efímeros, las más de las veces inconfesables?

¿Quiere esto decir que si una persona, en virtud de una deformación axiológica, hipoteca su dignidad, subordinándola a materias y comportamientos indignos, cualquiera podría hacer lo propio?

La respuesta, naturalmente, es negativa. También en este caso, nadie puede sentirse autorizado a menospreciar la dignidad de otro. Otra cosa es la opinión que le merezca la actitud de tal persona y su comportamiento.

Resulta sorprendente que haya personas, incluso ilustradas, que estén dispuestas a manosear, a menospreciar su propia dignidad, en aras de conseguir posición social, poder mundano –pero pode –, pompa vana además de efímera, y hasta puede compensarle ensuciar su dignidad a cambio de seguir engañando a toda una comunidad.

Cualquier actor político –un presidente del Gobierno, también el señor Sánchez– se encuentra ante objetivos que pretende conseguir y ante costes en los que puede incurrir para conseguirlos.

Esos costes pueden ser los que sean, incluso renunciar a la Presidencia, por mucho que le complazca, pero nunca resquebrajar su propia dignidad. Si así fuera, si no sintiera un respeto inquebrantable a su dignidad, tal presidente no sería digno de ostentar la función que representa.

El interés en aprobar unos Presupuestos Generales del Estado es nada comparado con la defensa a ultranza de su dignidad y la de sus conciudadanos; por lo que no es válido cualquier pacto, aunque asegurase tal aprobación.

Al final, como dijo Churchill a Chamberlain en sede parlamentaria, al haber urdido éste una tropelía en el llamado Pacto de Múnich (1938), entregando a Hitler, para evitar una guerra, una porción de Checoslovaquia: os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra.

Así las cosas, señor presidente, mire usted bien de quién se rodea y con quién pacta los PGE, y tantos otros objetivos; no vaya a ser que con ello pierda usted su dignidad y además no consiga aprobar los Presupuestos ni lograr sus objetivos.

¡Estaba dicho... yo sólo pretendía recordarlo!

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