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José T. Raga

Regular la regulación

El regulador, revestido de arrogancia y de innata sabiduría, cree no equivocarse nunca y somete a la sociedad al yugo de su error.

Muestra de un fracaso y refugio para seguir fracasando el regulador, animado por las reivindicaciones de los interesados en ello. Conflictos atribuibles a la regulación, en estos momentos hay varios: el más virulento, la guerra entre los taxis y los VTC, en Madrid y Barcelona; y uno ya clásico, larvado en momentos puntuales, aunque siempre irracional en la escena política, el del mercado de los alquileres.

Si nos centramos en el primero, conocido y sufrido por todos, constatamos que la reacción de la sociedad ha sido prácticamente unánime. Excepción hecha de aquellos partidos, siempre del lado de los delincuentes, que han pretendido convencernos de que el conflicto es para el bien de los usuarios de un servicio público –difícil de asumir, cuando lo que hay es ausencia del servicio–, el clamor más sereno, de buena fe, ha reclamado regulación. Cuando, si se paran a pensar, verán que el origen del conflicto es, precisamente, la regulación.

¿Regular la regulación? Podría ser una locura equivalente a tratar el alcoholismo con más dosis de alcohol. Hoy, en las economías modernas, no encontramos una enteramente libre: la diferencia acaba siendo el grado de regulación.

Aquella sociedad en la que la misión del Soberano –Estado– se limitaba a defenderla de sus enemigos, a proteger a cada individuo de las injusticias y opresiones de otros, a erigir y mantener las obras y servicios públicos que, siendo ventajosos a la sociedad, nadie estará dispuesto a ello, y a defender y sostener la dignidad del Soberano –de que hablaba Adam Smith–, dejando el resto al libre mercado, hoy no existe.

La regulación, hoy, en las economías libres, equivale a la funesta planificación en las planificadas: marxistas –las que quedan– y dictatoriales. Al regulador se le supone omnisciente, además de desprendido de intereses personales, asumiendo el interés colectivo.

Contrariamente, el regulador se equivoca tanto como cualquier otro ser humano. La diferencia está en que cualquier sujeto, cuando yerra, busca enmendar su error. El regulador, revestido de arrogancia y de innata sabiduría, cree no equivocarse nunca y somete a la sociedad al yugo de su error.

Alrededor del regulador revolotean buscadores varios de rentas. Regular la cantidad de un bien o servicio, predilección irrefrenable de los reguladores –licencias de taxis o de suelo urbanizable–, genera rentas para los afortunados de aquellas o para los titulares de éste. Una regulación perversa, entregada a los intereses de quienes buscan su beneficio – por concesión pública al servicio privado– en detrimento de los ciudadanos, potenciales usuarios de unas o arrendatarios de otras.

La solución no es más regulación, sino más liberalización. ¿Habríamos llegado al conflicto de hoy si la regulación del taxi se hubiera limitado a establecer las condiciones de calidad, comodidad y seguridad del vehículo, además de la capacitación del conductor, dejando el número de licencias al mercado? A buen seguro, no.

El precio de la licencia, además, sería una tasa simbólica por certificar el cumplimiento de aquellas condiciones regladas.

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