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José T. Raga

De aquellos polvos, estos lodos

Cuando releo a Adam Smith, me regocijo por el tipo de 'hombre' que nos muestra. Un 'hombre' al que conocemos, porque nos vemos en él representados.

Es verdad que los polvos han estado esparcidos por un buen número de países, por lo que el fango no se encuentra sólo en España. Lo que, como el tiempo es un recurso escaso, a mí me preocupa, fundamentalmente, es España ahora o, como máximo, mañana. Pensar en qué ocurrirá en el año 3500, o qué pasa hoy en Manchuria, lo considero menos urgente; nada puedo hacer para solucionarlo.

Dirán que es una visión muy aldeana de la vida, y quizá así sea, pero a mi edad las aventuras arriesgadas no están en el orden del día. Sí tengo que anticiparles que sigo disfrutando leyendo a los clásicos del pensamiento económico como no disfruto con los modernos, al menos con muchos de ellos.

Cuando releo a Adam Smith, me regocijo por el tipo de hombre que nos muestra. Un hombre al que conocemos, porque nos vemos en él representados. Un hombre que se siente libre, que decide libremente, que es dubitativo, que se equivoca con frecuencia; en definitiva, un ser mortal del montón.

Un ser que no es capaz de hacer todo lo que le gustaría hacer y que lo que hace, bien o mal, es hasta dónde puede llegar. Y dado que hay necesidades a las que no puede llegar, sostiene a un Estado que suplirá su incapacidad, defendiendo a la nación de sus enemigos, administrando justicia, protegiendo la dignidad del soberano y garantizando aquellas instituciones, obras y servicios que, siendo útiles para toda la sociedad, nadie está dispuesto a echarse a las espaldas.

¿Dónde está hoy ese hombre? Simplemente, no lo veo. Como tampoco encuentro a ese Estado que me han pintado muchos, que es un ente incorpóreo pero benevolente, que se preocupa de mí más que yo mismo, que es omnisciente y que no yerra nunca, y que todo lo malo que haya en el mundo lo eliminará con eficacia.

Él hará lo que no hacen los particulares y, además, indicará a los particulares lo que les conviene hacer, y cómo. Su benevolencia y conocimiento pleno de la vida presente y futura nos aseguran máxima felicidad.

Para conseguirla, no tenemos más que obedecer sus leyes, sus reglas de juego y financiar sus gastos con unos impuestos; eso sí, renunciando a la capacidad de elegir. Consecuencia de ello es que aquel hombre libre mire hoy al invisible poderoso buscando solución a sus problemas, lo cual, con ser grave, es tolerable.

El problema es que algo semejante ocurre con los empresarios: miran más al Estado –al Gobierno, fuera eufemismos– que al mercado, que es donde deben informarse para la toma de decisiones. ¿Qué buscan? Una regulación, preferentemente ad personam, que afiance su empresa; si tuviera que ser general, al menos, que no perjudique.

El problema es que, cuando no hay Gobierno, el empresario retrae sus decisiones y la economía se frena.

Y en esos lodos estamos, esperando Gobierno que los limpie.

En Libre Mercado

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