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José T. Raga

¿Hacia un estado estacionario?

Aquello de "cualquier tiempo pasado fue mejor no pasa de ser una estupidez", propia de sujetos tristes y fatalistas.

Quiero pensar que no es así. Y soy tan rotundo porque, mirándome a mí mismo, y sin que se entere la señora ministra de Hacienda (en funciones), estoy convencido de que yo vivo mucho mejor de lo que vivió, por poner un ejemplo, el emperador Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.

Sólo pensar que para ir a mi Valencia tendría que montar en un caballo o meterme en carruaje durante varias jornadas por caminos polvorientos, se me quitan las apetencias propias del amor a mi tierra.

El Emperador tenía más patrimonio, más servidores, más guerreros para protegerle, mucho más poder… pero, sinceramente, no estaría yo dispuesto a cambiarme por él, pese a las amenazas que a diario recibo de los climatólogos, anunciándome la muerte por asfixia y temperaturas tórridas.

¿Qué ha ocurrido entre él (siglo XVI) y yo (siglos XX-XXI), para que así me pronuncie? Simplemente: desarrollo; desarrollo científico, técnico, económico y, sobre todo, humano. O sea, que aquello de "cualquier tiempo pasado fue mejor" no pasa de ser una estupidez, propia de sujetos tristes y fatalistas.

La verdad es que nunca se ha hablado tanto de progresismo –etimológicamente de progreso–, pero quizá tampoco ha habido nunca tantos ataques, individuales e institucionales, al progreso y al camino para conseguirlo.

Es también verdad que el estado estacionario fue una doctrina, afortunadamente pasajera, que desde el Club de Roma hasta asociaciones y personas destacadas proclamaron como solución ante un crecimiento desaforado depredador de la naturaleza; algo así como el ecologismo de hoy. Bastó la primera recesión para sepultar la doctrina.

La autoría y protagonismo del crecimiento/desarrollo radica en el hombre; ese ser libre, racional, con iniciativa y capacidad para descubrir y aprovechar sus descubrimientos. Todo ello, dirigido a mejorar para bien de todos, aunque ocasionalmente pueda haber desequilibrios.

J. M. Keynes (1931) fue el primero en hablar del desempleo tecnológico, considerándolo un desajuste temporal "debido a nuestro descubrimiento de los medios para economizar el uso del factor trabajo, sobrepasando el ritmo con el que podemos encontrar nuevos empleos para el trabajo disponible". Aun con ello, habría dicho David Ricardo (1817), "nunca puede desanimarse en un Estado el empleo de maquinaria…".

Pues bien, un magistrado de lo Social, al parecer, ha estimado que la inversión e instalación de un robot en una planta de producción no es causa objetiva de despido del trabajador que venía haciendo dicha tarea. Esto, en los albores de la Cuarta Revolución Industrial, es un pésimo presagio. ¿Quién osará instalar robots? Y sin ellos, ¿quién vivirá para contarlo? El término competitividad, ¿acaso no significa nada?

¿Cuántos aguadores quedarían desempleados cuando a inicios del siglo II los romanos construyeron el acueducto de Segovia?

España puede estar o no estar en la Cuarta Revolución Industrial. Si está, sustituirá buena parte de los trabajos actuales por trabajos nuevos; si no está, la sustitución será de trabajos actuales a desempleo estructural.

Hay que elegir.

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