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Jesús Gómez Ruiz

Inmigración y demagogia

Afortunadamente, la alta productividad del trabajo en España --producto de la acumulación de capital humano y fisico a lo largo de los años, que a su vez es fruto del ahorro y del trabajo duro de nuestros antepasados-- nos permite actualmente a los trabajadores españoles rechazar ofertas de trabajo en el campo. Un empresario agrícola, para contratar un trabajador español, debe pagarle al menos lo que éste puede obtener en la industria, en la construcción o en el sector servicios. Ciertamente, las explotaciones más productivas podrán hacerlo, no así las pequeñas y medianas explotaciones --la mayoría--, empresas familiares que tienen la mayor parte de su capital invertido en esta actividad y que dependen intensamente de la fuerza de trabajo.

Además, las características del trabajo en el campo no son las mismas que las de la industria o los servicios. Hay épocas del año en las que es necesario un aporte masivo de fuerza laboral (cosecha, poda, siembra, etc.) y otras en las que apenas es necesaria, por lo que la necesidad de jornaleros es fuertemente estacional. Todas estas circunstancias hacen que el trabajo en el campo sea poco atractivo para los españoles.

En consecuencia, es preciso importar mano de obra o cerrar las explotaciones agrícolas. Esa mano de obra, necesariamente, ha de venir de países donde la productividad del trabajo es muy inferior a la de España --es decir, de países donde escasee el capital y donde los trabajadores experimenten una sensible mejora con el cambio. No vendrán, ciertamente, de EE. UU., de Alemania o de Suiza, donde la productividad del trabajo es muy superior a la de España. Nadie en España tiene la culpa de que, por ejemplo, Ecuador, sea un país pobre, ni tampoco le corresponde a los españoles sacar de la pobreza al pueblo ecuatoriano, como tampoco era tarea de EE.UU., Alemania, Francia o Suiza en los años 50 y 60 sacar de la pobreza al pueblo español. Fueron los propios españoles quienes salieron de la pobreza emigrando, trabajando duro y ahorrando, la única forma de prosperar y de acumular capital.

Pero sí hay algo que las autoridades españolas (y europeas) pueden hacer, en beneficio de los inmigrantes y de los españoles: arbitrar las medidas legales necesarias para que, quien lo desee, español o extranjero, pueda alquilar su fuerza de trabajo a quien la necesite, a cambio del salario que ambas partes acuerden. Decir esto hoy es anatema, porque 150 años de intoxicación y demagogia marxista han conseguido oscurecer el juicio de la mayoría de la gente en lo referente a las relaciones laborales.

Desde sus inicios, la ciencia económica nos enseña que la retribución de los factores productivos (incluido el trabajo) no es ni más ni menos que la aportación de cada factor al producto final, siempre y cuando exista verdadera libertad de contratación. Fijar salarios mínimos por encima de la productividad del trabajo --como sucedería en el sector agrícola si se cumpliera la legislación laboral-- trae como consecuencia el paro o la economía sumergida. Y si se fuerzan las contrataciones, el consumo de capital y la quiebra de la empresa. Y si la práctica se generaliza, en última instancia, tiene como consecuencia la hiperinflación y el hambre, como la Historia del siglo XX ha demostrado repetidas veces.

La izquierda bienpensante, los sindicatos y las ONG --en su mayoría baluartes del irredentismo comunista que aspiran a vivir de los presupuestos del Estado sin haber aprobado la correspondiente oposición-- practican una irresponsable y demagogia en todo lo referente a la inmigración, demagogia que, al igual que los buitres y las hienas, se alimenta de cadáveres y de presas inermes incapaces de contrarrestar sus excesos. No caen en la cuenta --y si caen, no les importa, con tal de conserva su influencia-- de que con su terrorismo "filantrópico" (origen de los salarios mínimos, de las elevadísimas cuotas a la Seguridad Social, que suponen un 30% del salario del trabajador, y de las cuotas a la inmigración) impiden trabajar a la gente que más lo necesita --pobres y emigrantes—o, como mínimo, les obliga a hacerlo en la clandestinidad, al margen de la protección del Estado de Derecho.

Era previsible que el terrible accidente de Lorca fuera instrumentalizado por estos grupos, que viven de motejar a todo el mundo de racista y explotador, y de culpabilizar al ciudadano de desgracias de las que no es responsable y que ellos mismos provocan --quien sabe si con el objeto de mantener su dudoso prestigio y sus privilegios. Y es que, tanto aman a los pobres, que no les permiten dejar de serlo.

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