El término, aplicado a lo últimamente frecuente –el mundo financiero–, se considera ofensivo (quizá porque manifiesta la verdad), porque saca a la luz vicios gerenciales consistentes en vivir de una fama gratuita, y hasta falsa, en no pocos casos.
Denominamos rescatar al hecho de rediseñar un modelo empresarial demostrado improductivo, para que, gracias a nuevos recursos y nueva gestión, la rescatada –en concurso de acreedores o ya quebrada– encuentre una salida para su continuidad.
Quiérase o no, el rescate de una empresa supone para quienes amen la libertad económica un suspenso –sin paliativos– a la gestión empresarial y una mancha para quien relucía como empresario conocedor del negocio y del mercado. De aquí el rechazo de algunos empresarios al término y su valoración.
Pese a ello, siempre ha habido rescates más o menos encubiertos. Cercana está todavía la crisis financiera de 2008-2009, con los rescates que dieron origen a la Sareb, en 2012, para gestionar la venta y liquidación de los activos tóxicos procedentes de las entidades financieras rescatadas.
Los Gobiernos, teniendo siempre la posibilidad de dejar que cualquier entidad, sin importar su objeto social, cuando su economía no le permita seguir operando, acabe desembocando en la quiebra –investigando, además, si ha sido natural o fraudulenta–, se sienten paternalmente inclinados a rescatar, con excusas varias, todas ellas discutibles.
Recientemente, recordamos, el escándalo del rescate de Plus Ultra, acordado por el Consejo de Ministros de 9 de marzo de 2021, alegando el llamado interés nacional, que, quiérase o no, tiene un apestoso tufo de arbitrariedad.
El próximo, ya planteado, es de Celsa, también por razones estratégicas. En este caso es un grupo siderúrgico catalán con un modelo de producción sostenible (?), dice el informe; llamar sostenible a lo que no puede sostenerse es todo un eufemismo.
Así las cosas, el presidente del Gobierno, buscando votos, y convertido en influencer, ha intervenido ante alguno de los acreedores pidiendo clemencia para no dejar caer la empresa. Los intereses nacionales se concretaban en peticiones de la Generalidad de Cataluña y de un socio de Gobierno, Esquerra Republicana. Serán 550 millones de euros, cargados al Fondo de Apoyo a la Solvencia de Empresas Estratégicas. Todo ello, alabando la mala gestión de la empresa quebrada.
La Administración ha olvidado que todo empresario tiene dos derechos inalienables: percibir beneficios, cuando el resultado es positivo, y sufrir pérdidas –hasta la quiebra y liquidación– si los resultados son negativos. El empresario, como tal, trabaja sin red –usando términos circenses–; cuando no es así, simplemente no existe.
Lo mismo ocurre en política. España, gracias a la caótica gestión del señor Sánchez, precisa un rescate, llámenlo como quieran, del Banco Central Europeo, porque su Gobierno gasta sin mesura, menospreciando la escasez de sus recursos.
¿No es fascinante? Un rescatador, sacando pecho, que tiene que ser rescatado. Pero Sánchez insiste, malgastando las ayudas.