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Juan Cermeño

Muerte al campo

Si la vida del campo siempre fue una cuesta arriba, ahora es una pared vertical.

Si la vida del campo siempre fue una cuesta arriba, ahora es una pared vertical.
Trashumancia en la provincia de Soria | David Alonso Rincón

Atravieso la Tierra de Campos, esa región puente entre la más pura meseta castellana y los picos de Europa, hasta alcanzar la base de su montaña guardiana, la palentina. A un lado, el horizonte plano e infinito; a otro, el muro inexpugnable tras el que se esconden los reinos del norte.

Cuando uno ha pasado toda su vida en la villa y corte o cualquier urbe de la geografía nacional, corre el riesgo de convertirse en un paletillo de ciudad, un urbanita, que dicen ahora, recorriendo en sentido contrario ese camino de ignorancia que solía atribuirse al campesino que se presentaba cual Paco Martínez Soria en el centro de Madrid. Algunos escapan de este mal gracias a la memoria histórica de sus predecesores del rural, otros no tanto. Años ha, un buen amigo me expresaba su asombro cuando descubrió, entre estupor y desengaño, que el famoso dulce de membrillo no aparecía en la estantería del supermercado tal y como se recogía de la tierra, sino que se preparaba a partir de su fruto, "una especie de gran manzana amarilla y deforme, un limón con gigantismo".

La ignorancia siempre es peligrosa, pero tiene arreglo cuando es sincera y carece de maldad. Recorrida esa meseta salpicada de cultivos fotovoltaicos y dejándose caer por el bar sin más objetivo que aportar unos euros a la economía local, hablan la tierra y sus gentes, y uno sólo tiene que pararse, escuchar y dejar a su intuición hacer el resto. Allí peinan canas la barra y sus parroquianos; cuando Martín no llora a alguna oveja víctima de un lobo que campa a sus anchas tanto en la administración como en el campo, es Pancho quien lamenta un fuego a destiempo en el peor lugar. También se deja caer el que a duras penas cubre costes con la producción y soporta, como Ulises al mástil, los cantos de sirena de quienes acechan sus tierras para crear latifundios de paneles y hélices. En estas tierras, donde cada habitante ejerce un oficio, la moneda es mero trámite y la comunidad viviría en armonía recurriendo al trueque. Pero esta economía paralela no les impide ver la realidad. Si la vida del campo siempre fue una cuesta arriba, ahora es una pared vertical.

Nunca fueron mucho de quejarse Pancho y Martín. Aún hoy, sólo se conceden esos cinco minutos en la barra. No pueden dedicar todo el tiempo que quisieran a la queja porque andan afanados en sobrevivir. Quizás por la distancia, quizás porque el lamento va por dentro, en la ciudad no se escuchan los gritos del campo. Un grito de socorro que debería ensordecernos y acallar cualquier otro problema. Una realidad angustiosa, herida de muerte, que no por evidente se hace patente a los que vivimos atrapados en la jungla de acero y hormigón de la metrópoli.

La ignorancia de los que manejan el timón demuestra ser más peligrosa porque no tiene remedio. Uno puede, en un ejercicio de compasión cristiana, rebosante tras la Semana Santa, entender la reducción en las cuotas españolas de pesca y leche a raíz de su entrada en la Unión Europea y los beneficios que recibíamos a cambio – no por la falta de gravedad del asunto, sino porque no se puede ganar siempre en esta vida-. Pero cuesta más digerir que, ante la falta de lluvias y a la vista de un norte a menudo boyante –no este año– en recursos hídricos y un sur sediento, sea el Tajo el que ceda sus aguas al Segura y no el Ebro; o los acuerdos hidrológicos con Portugal que nos obligan a ceder otros tantos hectómetros cúbicos a sus cuencas, nos salga el agua por las orejas o no haya ni para regar las plantas; o demoler presas en pos de una restauración ambiental inexistente; o asistir como figurantes a la alfombra roja de la Unión a la huerta marroquí.

La ciudad sigue poniendo el grito en el cielo por problemas de ciencia ficción y las administraciones continúan su magistral gestión de la nada. Es posible que Martín y Pancho no sepan lidiar de buena mañana con un funcionario del ministerio, rellenar el formulario A para tener acceso al formulario B – que a su vez lleva al modelo C – o dar una clase de protocolo en un restaurante de cinco tenedores. Pero saben dónde llevar a sus ovejas y cómo cultivar sus campos. Ellos siguen sin olvidar lo esencial: que el comer siempre fue y será la preocupación principal, y que el pan no aparece en la estantería del supermercado por arte de birlibirloque.

Cuando estiran sus cinco minutos de penas en el bar, se resignan con aplomo castellano y se compadecen del chico de ciudad porque, a fin de cuentas, tienen el comer asegurado. La tierra, aún maltrecha, es fiel. A nosotros, igual nos pilla el toro y terminamos discutiendo sobre la vocal del género mientras comemos pan duro a la luz de las velas. No tiene pinta de que Google o la Nespresso tengan la solución a eso.

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