
Los aranceles tienen mala prensa porque los que escriben sobre ellos suelen no saber nada de historia económica. España, por ejemplo, no es a día de hoy lo mismo que Portugal gracias a los aranceles que en sus respectivos momentos tuvieron el buen criterio de implantar los señores Francesc Cambó y Francisco Franco. Y si Estados Unidos no acabó resultando tras su independencia de Inglaterra un sitio muy parecido a Perú o Bolivia, otro país agrícola y marginal de la periferia subdesarrollada, es por algo que todos sus habitantes actuales le deben a Alexander Hamilton, el padre fundador cuya imagen figura impresa en los billetes de diez dólares.
Porque fue Hamilton quien creó las bases para que aquel país de rudos campesinos, Estados Unidos, llegase a convertirse en la primera potencia industrial del planeta merced a unos aranceles que serían los más altos del mundo durante todo el siglo XIX. De no haber contado con el auxilio inestimable de los aranceles, los chinos todavía andarían ahora mismo plantando arroz descalzos en los campos y montando en bicicletas destartaladas por las avenidas de Pekín. Porque los aranceles son buenos, muy buenos. Pero solo son buenos cuando se es pobre o cuando se está empezando a salir de pobre. Únicamente en esos dos casos funcionan bien. En cualquier otra situación, acostumbran a acabar resultando un desastre.
Trump y Vance, sobre todo Vance, que es el único miembro de la pareja que ha leído algún libro, sueñan despiertos con la fantasía imposible de recuperar la vieja América industrial con el bazooka de los aranceles. También ellos, como tantos dirigentes europeos, siguen teniendo la cabeza en el siglo XX. Y es que, con aranceles o sin aranceles, el mundo de ayer no va a volver jamás. Nunca. Lo que no entienden es que sus idílicas fábricas ya no necesitan de obreros para funcionar en el tiempo presente. Reindustrializar de nuevo América, su quimera utópica, significaría llenarla de robots, no de cuellos azules como en los felices e irrepetibles sesenta. Norteamérica está labrando su propia derrota final como potencia.