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Diego Sánchez de la Cruz

En defensa de los paraísos fiscales (Parte II)

El primer artículo de esta serie analizó el clima político e informativo que condiciona cualquier discusión sobre los “refugios fiscales”. Además, tomando datos oficiales del gobierno de EEUU, expuso la relevancia de estas jurisdicciones para las finanzas internacionales, demostrando que hasta los países con más impuestos se benefician (y mucho) de la existencia de los “tax havens”, ya que estas demarcaciones son fundamentales para canalizar los flujos de inversión internacionales.

Centremos ahora nuestra atención en la realidad social de estos países tan denostados por gobernantes y analistas. Daniel J. Mitchell, un destacado economista estadounidense que dedica gran parte de su trabajo a analizar este tema, ha roto muchos tópicos sobre estos lugares que, a menudo, se nos presentan como pequeñas naciones en las que la ilegalidad está a la orden del día. Nada más lejos de la realidad.

Muchos de los “paraísos fiscales” tienen un nivel de vida y un grado de desarrollo humano idéntico o superior al de los países de la OCDE. Hablamos de sociedades desarrolladas y prósperas que nada tienen que envidiar a las grandes potencias de Occidente. Este grado de desarrollo se debe principalmente a una política económica de corte liberal, basada en pilares como el respeto a la propiedad privada, el gobierno reducido, la Justicia eficaz o la facilidad para emprender.

Los escépticos no necesitan irse fuera de Europa para comprobarlo: bastará una escapada a Mónaco, Suiza, Luxemburgo, Andorra o Liechtenstein, países a menudo clasificados como “paraísos fiscales”. Conocer la realidad de estos lugares sobre el terreno debería ser suficiente para dejar atrás estos tópicos y comprobar en primera persona el éxito de estos países, donde los niveles de desarrollo son muy elevados.  Como muestra, un botón: ¿saben cuál es la tasa de paro en Suiza? Menos del 3%.

Esta realidad no se limita a Europa, sino que la podemos apreciar en otras demarcaciones lejanas que también ha sido ampliamente identificadas como “paraísos fiscales”. ¿Adivinan cuál es el territorio con mejor nivel de vida de toda la región Caribe? Las Islas Caimán.

Al margen de todo lo anterior, también es importante defender la competencia fiscal internacional como un mecanismo de escape frente a gobiernos tiránicos. Un buen ejemplo lo tenemos en Latinoamérica, donde Panamá sirve de refugio a contribuyentes venezolanos o ecuatorianos que necesitan protegerse ante los abusos contra la propiedad de los gobiernos del “socialismo del siglo XXI”. Una situación similar ocurre en Uruguay, donde miles de contribuyentes argentinos han depositado sus ahorros como medida defensiva ante los excesos habituales de la casta peronista.

Un argumento habitual contra los “paraísos fiscales” esgrime que se convierten en centros de “lavado de dinero ilegal” que facilitan la “financiación de actividades criminales”. En realidad, como demuestra un estudio de la Universidad de Basilea sobre crimen, terrorismo y lavado de dinero, solamente hay un “paraíso fiscal” (Antigua y Barbuda) entre los 30 territorios investigados por estas cuestiones. Así, regímenes como el iraní o el sirio pueblan este listado en el que también están Pakistán, Kenia, Marruecos, Paraguay, Turquía, Yemen, Ecuador, Indonesia, Bolivia o Tailandia.

En línea con el falaz razonamiento mencionado en el párrafo anterior, también es común asociar el depósito de dinero en “paraísos fiscales” con la “evasión de impuestos”. Estamos acostumbrados a recibir informaciones que confunden la “evasión fiscal” (“tax evasion”) con la “elusión fiscal” (“tax avoidance”). La gran diferencia entre ambos conceptos es que el primero hace referencia a un acto ilegal, mientras que el segundo es perfectamente compatible con las leyes y normas vigentes.

Cuando hablamos de “elusión fiscal” hablamos de aprovechar los recursos legales disponibles para pagar el menor número de impuestos posible. Este tipo de prácticas se articula gracias a “paraísos fiscales” situados en el exterior, pero también se hace a nivel doméstico, bien mediante estrategias legales muy extendidas o bien vía vehículos de actividad económica más complejos y menos accesibles como las SICAV o las Sociedades de Promoción Empresarial.

¿Qué decir, entonces, de quienes no practican la “elusión” sino la “evasión fiscal”? Desde el punto de vista legal, es evidente que esto supone un incumplimiento. Sin embargo, desde una óptica moral, la cosa ya no está tan clara… Al fin y al cabo, no toda ley es “justa” y, por lo tanto, la “resistencia fiscal” no parece ser un comportamiento moralmente incomprensible, sobre todo en aquellos casos en los que el nivel de los impuestos alcanza niveles asfixiantes y confiscatorios.

¿Se extraen los impuestos de forma voluntaria o coactiva? ¿Son legítimas y éticas todas las actividades financiadas por el Estado? ¿Pagan los políticos los mismos impuestos que imponen a los demás? ¿Es necesario un gasto público directo superior al 50% del PIB? Muchas personas responderán negativamente a estas preguntas. Para todas ellas, la “evasión fiscal” resultará, en cierto modo, comprensible.

Por último, quiero hablar sobre el “secreto bancario” que tanto detestan los críticos habituales de los paraísos fiscales. Resulta que, si nos ceñimos a los índices de transparencia, la demarcación que trata los datos financieros de sus inversores con más celo es el pequeño Estado de Delaware, en EEUU. El listado lo completan Londres y Luxemburgo, por lo que parece evidente que el “secreto bancario” es una práctica muy aceptada en diversos países de nuestro entorno.

Vale la pena preguntarse si merece o no la pena proteger el “secreto bancario” aplicado en diversos “paraísos fiscales”. Para hacer esta cuestión más sencilla, pensemos en nuestras visitas al médico: cada vez que acudimos a su consulta tratamos información delicada que, por razones obvias, queremos guardarnos para nosotros mismos. Por esta razón se desarrolló a través de los años la tradición del “secreto médico”, que hoy supone una obligación jurídica y moral a la hora de proteger informaciones privadas sobre los clientes.

En el caso del “secreto bancario”, nos encontramos ante una situación idéntica: cada vez que realizamos una operación financiera confiamos a las entidades involucradas una serie de datos personales que, evidentemente, no queremos que salgan a la luz. Además, el “secreto bancario” ayuda a protegernos de los excesos gubernamentales, ya que su ausencia permite a los políticos tener acceso a información sobre nuestras nóminas, nuestros ahorros y nuestras inversiones.

Es importante tener en cuenta, además, que este debate sobre el “secreto bancario” coloca al individuo a la defensiva frente al Estado. Al fin y al cabo, cabría argumentar que, lejos de ser instituciones transparentes y abiertas, gran parte de los gobiernos se caracterizan por su opacidad, por lo que la legitimidad de estos argumentos es, al menos, cuestionable. De hecho, parece más razonable que la petición de transparencia y rendición de cuentas se aplique al Estado, no al individuo.

Al margen de todo lo anterior, cabe señalar que muchos “paraísos fiscales” han suscrito todo tipo de acuerdos con los gobiernos occidentales para compartir cierta información en casos extremos. Sin embargo, exigir que se suspenda el “secreto bancario” no solamente resulta imperialista y agresivo para países soberanos que han escrito lo contrario, sino que también anula otro mecanismo de limitación del poder, abriendo las puertas a un “Gran Hermano” estatal que controlaría aún más datos de los sufridos contribuyentes.En opinión de Daniel J. Mitchell, hablamos de una política de derechos humanos que “debería ser emulada, no perseguida“. Suscribo sus palabras de principio a fin.

Si este artículo ha sido de su interés, no se pierda la tercera y última entrega, que completa el estudio sobre esta cuestión con el objetivo de extraer conclusiones y recomendaciones.

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