Los hombres, según la Biblia, intentaron llegar al cielo construyendo la Torre de Babel. Pero fue tal el desorden y la confusión que provocaron las innumerables lenguas habladas por los distintos pueblos participantes que los problemas técnicos constructivos no se solucionaron debidamente, hasta el punto que la Torre se derrumbó. Castigo de Dios a la soberbia humana y a la no aceptación de nuestras limitaciones y a olvidarse de los pactos para poder llegar a acuerdos sensatos.
Según las informaciones que poseemos, la Comisión europea emplea, como funcionarios permanentes, a 2.400 traductores, que atienden las necesidades de los gobernantes y parlamentarios de la Europa a 15. La entrada de otros 10 países obliga a aumentar la cifra de traductores funcionarios hasta, al menos 4.000; y ese número no cubre todas las necesidades de las lenguas oficiales. En este entorno aparece Zapatero y solicita la cooficialidad para el catalán, el vasco y el gallego, lo que, además, ha creado resentimientos graves entre los que hablan mallorquín, valenciano, bable y una supuesta lengua aragonesa.
La iniciativa de Zapatero es magnífica, porque retrata al personaje mejor que cualquier declaración de principios. Él quiere unirse a Europa, quiere que Europa funcione y para ello propone tres nuevas lenguas que, sin duda, facilitarán el entendimiento europeo y seguro, eso sí, que crearán empleo productivo, aquel por el que clamaban Zapatero y Miguel Sebastián (¿lo recuerdan?), cuando estaban en la oposición.
El aumento de peso de los traductores y lo que ello implica, la renuncia a la pérdida de cualquier símbolo de identidad nacional por parte de los supuestamente más europeístas como Zapatero, significa que la Unión Europea ha alcanzado su propio nivel de incompetencia, tras haber logrado importantísimos objetivos, como la libertad de movimientos de bienes y servicios, personas y capitales. A partir de aquí, las posibilidades de producir resoluciones-basura, como Kioto, en las que, con el supuesto objetivo benéfico de reducir la contaminación medioambiental, unos países –Alemania y Francia, que, por supuesto sigue apostando por la energía nuclear– se aprovechan de otros, como España, que, en 1996, con el Partido Popular en el poder pensaron, ingenuamente, al modo de Mangada, que la economía española jamás volvería a crecer significativamente, se multiplican
Volviendo a la Torre de Babel, una mayor unidad política europea tendría que pasar por un planteamiento constitucional diferente al que se está haciendo: un solo idioma –el inglés, obviamente–, un equilibrio de poderes, un presupuesto, un ejecutivo de verdad. Para qué seguir. Como ese planteamiento es impensable, el panglossianismo del PSOE, el tripartito catalán y el PNV no tiene inconveniente en pedir más lenguas y más traductores. Todo antes que reconocer que Europa, políticamente, es una unión aduanera, con reglas para impedir la competencia desleal, una moneda común para un pequeño grupo de países –a los que no está claro que beneficie a largo plazo–, una mayor cooperación en justicia y policía y poco más. Lo que obliga a pelearse para defender las posiciones nacionales, a hacer alianzas basadas en el interés propio y controlar a los más poderosos, que permanentemente –excepto Alemania– se han beneficiado del funcionamiento de la Unión Europea.