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Alberto Recarte

El gobierno socialista y la inmigración

ha anunciado una nueva regularización de ilegales, con el pretexto de reducir el tamaño de la economía sumergida y de aumentar los ingresos fiscales

La economía española, a pesar del menosprecio en que la tienen distintos miembros del Gobierno, uno diciendo que el turismo de sol y playa ha fallecido, otro despreciando la mejoría económica general por haberse basado, en parte, en el crecimiento del sector de la construcción, un rasgo que se considera poco elegante por gente que sólo se encuentra a gusto en Vogue, y unos terceros hablando de nuestro inexorable empobrecimiento por la subida de precios del petróleo –ya saben, culpa también de Aznar–, la economía española, repito, continúa creciendo, si bien a menor ritmo que en 2003.
 
Esta evolución tiene mucho que ver con el aumento de la población, por la llegada masiva de inmigrantes. En otros artículos, analizando precisamente el efecto de la inmigración en la economía española, se ponía de manifiesto que este fenómeno era favorable, siempre que se cumplieran una serie de premisas: que hubiera ahorro suficiente para financiar la incorporación de toda esa mano de obra adicional, que la iniciativa empresarial pudiera actuar libremente para aprovechar esas circunstancias y que los posibles efectos negativos en la aplicación de la ley y el orden y en el funcionamiento de nuestros sistemas sanitario y educativo, desbordados, pudieran solucionarse; lo que requiere inversiones públicas adicionales –al margen de las privadas– en todos esos sectores, inversiones que deberán llevar a cabo principalmente las autonomías, pero también la administración central. Pues bien, las declaraciones de lo que piensa hacer el actual gobierno puede significar el final de la inmigración como factor de crecimiento.
 
En primer lugar, ha anunciado una nueva regularización de ilegales, con el pretexto de reducir el tamaño de la economía sumergida y de aumentar los ingresos fiscales. Pero sin tener en cuenta el efecto llamada, que debe estar resonando atronadoramente en América Latina, África y Europa del Este. Con lo que se asegura un empeoramiento radical de la situación, pues habrá muchos más inmigrantes, a los que será más difícil integrar –al margen de su situación de ilegalidad– porque nuestro ahorro está disminuyendo, las iniciativas empresariales resultan dañadas por casi todos los actos –o declaraciones– del Gobierno y porque son evidentes las dificultades de nuestro sistema jurídico, policial y penal para hacer frente a las bandas organizadas y a la delincuencia ocasional de un porcentaje posiblemente muy bajo de esos inmigrantes, pero que afecta sobremanera a un sistema saturado.
 
Nos habría gustado oír al Gobierno anunciar inversiones adicionales en policía, juzgados y prisiones. Lo que hemos escuchado es que se estudia ampliar el tercer grado por la superocupación de las cárceles. Tampoco hemos oído o leído que el gobierno quiera discutir con las autonomías más afectadas un plan presupuestario especial para reforzar los sistemas educativo y sanitario. El planteamiento ha sido que había que favorecer, genéricamente, a Cataluña, por el peso político del PSC y Esquerra; cuando probablemente hay aspectos más sólidos que justificarían mayores transferencias fiscales a esa autonomía, como las expuestas. Pero, en la medida en que esos argumentos también se aplicarían, entre otros –incluso con mayores motivos–, a la autonomía madrileña, gobernada por el PP, ni siquiera se reflexiona sobre el fenómeno.
 
Hace pocas semanas pensaba que la inercia de crecimiento sería suficiente para amortiguar las influencias negativas del Gobierno socialista en las perspectivas económicas. Hoy no estoy tan seguro. Los desatinos de los primeros cien días, multiplicados en el mes de agosto, podrían empezar a tener un efecto negativo en los ingresos y los gastos públicos y en las expectativas generales.
 

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