Algunos prominentes comentaristas económicos nos aseguran que se puede predecir el futuro, por lo que asumen que pueden determinar la diferencia entre una inversión muy arriesgada y otras de menos riesgo. Pero esa misma lógica no se aplica cuando el Gobierno impone al mercado medidas y decisiones arbitrarias.
Aun cuando la economía está basada en un sistema de acuerdos voluntarios, nadie puede predecir las consecuencias de terremotos, huracanes y demás desastres que nada tienen que ver con decisiones humanas. Las elecciones individuales, que son las que guían la economía, pueden ser bloqueadas arbitrariamente por los gobiernos, lo cual nos imposibilita predecir el futuro.
Ante las turbulencias económicas, se cree que la mayoría de la gente reducirá sus gastos y asumirá menos riesgos. Es una suposición lógica, pero no tiene en cuenta que el Gobierno también puede instrumentar medidas que atenten contra estos principios prudentes.
El economista John Maynard Keynes (1883-1946) quiso acabar con las conjeturas y predicciones económicas, recomendando que el Estado aumentase sus gastos cuando la gente actuaba con cautela incrementando su ahorro. Como Keynes creía que la prosperidad y el bienestar económico dependían del gasto gubernamental, no le gustaba que los individuos ahorraran. Olvidaba que ahorro no significa que el dinero quede inutilizado.
El economista Robert Sidelsky, admirador de Keynes, insiste en que la mejor manera de contrarrestar que la gente y el sector privado ahorren demasiado es aumentando el gasto público, cuyo "propósito no es destruir al capitalismo sino salvarlo de sí mismo".
Claro que los principios capitalistas contradicen la teoría económica keynesiana porque el libre mercado exige un total respeto a los intercambios voluntarios de la gente. Cuando el Gobierno lo impide, está asfixiando al capitalismo.
Y, ¿cómo impiden las propuestas keynesianas el libre intercambio? Por medio de impuestos, emitiendo dinero y con deuda pública. Si la gente quiere ahorrar, exprópieles el dinero y úselo para proyectos en que los ciudadanos no invertirían: construyendo pirámides y otras obras fastuosas.
Es falso que los políticos sepan mejor que los ciudadanos en qué les conviene gastar su dinero. Por eso, F. A. Hayek tituló el último de sus librosLa fatal arrogancia. Pero ahora, en 2009, vemos que Barack Obama y sus asesores apoyan las teorías keynesianas.