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Juan Ramón Rallo

La inflación, un mal remedio contra la depresión

La inflación no sólo no es necesaria sino que incluso puede ser muy contraproducente: envía señales distorsionadas a los agentes, castiga a los ahorradores que han acertado y agrava las carestías relativas de recursos.

La inflación no sólo no es necesaria sino que incluso puede ser muy contraproducente: envía señales distorsionadas a los agentes, castiga a los ahorradores que han acertado y agrava las carestías relativas de recursos.

El pensamiento inflacionista ha tenido desde hace siglos una fuerte raigambre en Occidente; a las subidas generalizadas de precios y al incremento en la cantidad de dinero se les han atribuido todo tipo de bondades sobre el desarrollo económico que han servido de justificación a los gobernantes para envilecer la moneda y obtener financiación barata. La monetización de deuda pública constituye uno de los últimos refinamientos de este proceso: el Estado obtiene financiación artificialmente barata a riesgo de generar inflación, pero, según se nos dice, esa inflación es justo lo que necesitamos para sanear e impulsar una economía en recesión. ¿Pero acaso es cierto? ¿Qué ventajas tiene la inflación sobre la actividad productiva?

Lo más intuitivo es que la inflación incrementa los precios de venta de los distintos bienes y servicios, y a mayores precios, mayores beneficios, y a mayores beneficios, mayor producción y empleo. Sin embargo, lo que realmente mueve los beneficios empresariales no son los precios finales de venta, sino los márgenes entre los precios y los costes. Si la inflación incrementa ambas variables, las ganancias no aumentarán, y tampoco lo hará la producción y el empleo.

Podría pensarse que, en tal caso, lo único que hace falta para garantizar el éxito de una política inflacionista es establecer un control generalizado sobre los costes de producción, impidiendo que suban o, al menos, que suban demasiado. Pero semejante control de costes es problemático por dos razones. Primero, porque gran parte de los costes de unos empresarios no son otra cosa que los precios de venta de otros empresarios (por ejemplo, el precio de venta de gasolina es el coste de los transportistas): ¿cómo promover una subida general de los precios sin que a su vez aumentan parte significativa de los costes? Y segundo, porque controlar los costes en general impide que los precios realicen su función fundamental: revelar las escaseces relativas de los distintos bienes y factores productivos (¿qué productos debemos economizar y cuáles debemos usar de manera más intensiva?).

Al fin y al cabo, si de lo que se trata es de que los precios de venta se incrementen en relación con los costes de producción (para aumentar el margen de ganancias), ¿acaso no puede alcanzarse el mismo resultado rebajando los costes de producción con respecto a los precios de venta? Es decir, ¿no puede acaso lograrse con una rebaja de costes lo mismo que con una inflación de precios? Pues obviamente sí, pero con una importante ventaja con respecto a la inflación: las rebajas de costes se concentran allí donde unos determinados factores han dejado de generar valor, señalando que parte de esos factores deben recolocarse en otras partes de la economía; por el contrario, los incrementos de precios derivados de una política inflacionista acaecen en primer lugar allí donde el Gobierno decide arbitrariamente aumentar su contraproducente gasto público (y, más adelante, se van extendiendo poco a poco por toda la economía), apuntalando los factores en líneas productivas que deberían abandonar.

Imaginemos, verbigracia, que los salarios –y otros costes– en el sector de la construcción deben reducirse de manera muy significativa con respecto a sus precios de venta. ¿Tendría sentido que, para evitar ese ajuste, el Gobierno monetizara deuda en el banco central y utilizara el nuevo dinero para comprar viviendas a precios inflados, de manera que, más tarde, los precios del resto de la economía fueran incrementándose conforme los promotores inmobiliarios gastaran el nuevo dinero recién recibido del Gobierno? Lo único que lograríamos así sería una redistribución arbitraria de la renta: los promotores inmobiliarios cosecharían unas ganancias extraordinarias no justificadas por el valor de su producción y los factores productivos vinculados a la construcción no perderían tanto poder adquisitivo por la inflación como el que deberían haber perdido por la rebaja nominal de sus remuneraciones (ni tampoco habría razones para recolocarlos en otros planes de negocio). En otras palabras, el resto de factores productivos no vinculados a la construcción perderán más poder adquisitivo como consecuencia de la inflación del que habrían perdido en su ausencia (pues en su caso no era necesario ajustar a la baja sus remuneraciones) para que aquellos que han dejado de generarlo en la construcción no lo pierdan tanto y no necesiten recolocarse.

En la práctica, empero, los problemas no se circunscriben a arbitrarias redistribuciones de la renta: si la necesidad de reajuste de precios relativos es muy amplia –como sucede, por ejemplo, durante las crisis económicas–, es imposible que alguien (incluido el Gobierno) conozca todos los reajustes entre precios y costes que necesita una economía (entre otras cosas, porque la necesidad de muchos cambios se va descubriendo conforme se van modificando algunos precios). Con lo cual, ¿de qué estamos hablando en verdad? Pues de que el Gobierno monetice masivamente deuda pública para despilfarrar los recursos en boberías, provocando con ello un alza general pero desigual y casi aleatoria entre los diferentes precios y costes que ni mucho menos tiene por qué asegurar un alza sostenida en la producción y el empleo (apuntalando o incluso expandiendo modelos de negocio ineficientes). Es más, en la medida en que existan recursos especialmente escasos –por ejemplo, materias primas–, la política inflacionista sólo contribuirá a provocar alzas sobreproporcionales en sus precios, estrangulando de este modo incluso a los proyectos empresariales que eran rentables antes de desatar la misma.

Pese a ello, las reducciones de precios suelen tener bastante mala prensa. ¿Y por qué? Pues porque, por un lado, suele decirse que la deflación mina la confianza empresarial y, por otro, que también asfixia la situación financiera de los deudores.

En cuanto a lo primero, si los precios (y los costes) caen, se piensa que se extenderá la expectativa de que seguirán haciéndolo en el futuro, de modo que consumidores y empresarios pospondrán sus decisiones de consumir e invertir. Pero lo que en realidad da lugar a esas expectativas no es que los precios y costes caigan, sino que no hayan caído lo suficiente. Si consumidores y empresarios saben que el ajuste no ha concluido, pospondrán sus decisiones de compra e inversión hasta que lo haya hecho. El problema, claro, es que la magnitud de ese ajuste puede ir agravándose con el paso del tiempo: si precios y costes se reducen de manera parsimoniosa y exigua, la actividad seguirá marchitándose (más desempleados, quiebras empresariales, impagos crediticios...) en lugar de relanzarse, de modo que cada vez se hará necesaria una mayor reducción de precios y costes. Pero eso sólo significa que las críticas no deberían dirigirse contra la deflación en general, sino contra la insuficiente deflación (es decir, contra todos los obstáculos gubernamentales a que los precios y las estructuras productivas se ajusten lo más rápidamente posible).

Por lo que se refiere a lo segundo, es verdad que las minoraciones de precios (y rentas) agravan la situación de muchos deudores que pueden verse forzados así a impagar sus obligaciones; y también es verdad que los aumentos de precios (y de rentas) mejoran la situación de los deudores. Pero no olvidemos que, por los mismos motivos, la inflación también deteriora la posición patrimonial de los acreedores de un modo similar a un impago de las deudas: si uno tiene derecho a cobrar 1.000 um igual le da recibir sólo 500 um que 1.000 um cuyo poder adquisitivo se haya depreciado a la mitad. Eso sí, también aquí existe una importante diferencia: el acreedor que sufre una quita la padece por equivocarse y no haber prestado su dinero de manera prudente; el acreedor que ve erosionado su poder adquisitivo por la inflación lo sufre aunque su deudor sea perfectamente solvente y, por tanto, aunque su comportamiento haya sido diligente.

¿Por qué es preferible entonces beneficiar al deudor que al acreedor? Puede pensarse que, como casi todos somos deudores, la inflación es preferible. Mas, en realidad, lo que sí somos casi todos es acreedores del sistema bancario (las cuentas corrientes son créditos de la ciudadanía contra los bancos). De hecho, la única razón para preferir la inflación a la deflación en materia de deudas es para evitar una quiebra generalizada del sistema bancario –junto con el Gobierno, el mayor deudor de una sociedad– que, al contraer los medios de pago, provocaría un círculo de deflación-endeudamiento. Pero semejante objetivo puede alcanzarse igualmente convirtiendo parte de los pasivos de la banca en fondos propios.

En definitiva, la inflación no sólo no es necesaria para lograr la recuperación, sino que incluso puede ser muy contraproducente: envía señales distorsionadas a los agentes económicos, castiga a los empresarios y ahorradores que han acertado, retrasa los reajustes de la estructura productiva y agrava las carestías relativas de recursos. Si algunos siguen asociando erróneamente la inflación con la prosperidad sólo es porque las economías suelen crecer de manera artificial e insostenible (boom económico burbujil) cuando el crédito de la banca al sector privado aumenta con fuerza, y cuando ello sucede los precios también tienden a subir. Pero la monetización de deuda pública, que también provoca inflación, ni siquiera estimula la economía de manera apreciable. Difícilmente, pues, puede encontrar justificación.

Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com

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