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José T. Raga

El llamado 'dinero público' y su uso

El dinero público no es más que un dinero privado arrebatado coactivamente a sus legítimos propietarios por medio del abrogado poder de imperio del Estado.

El llamado "dinero público", en primer lugar, no es público; y además tiene dueño. No es cierto que sea de nadie. El dinero público no es más que un dinero privado arrebatado coactivamente a sus legítimos propietarios por medio del abrogado poder de imperio del Estado, bajo la pretensión de cumplir unos fines que se concretan en el bien común; el bien de todos y de cada uno de los miembros de la comunidad.

Así las cosas, cometen fraude aquellos que distraen fondos para fines que en nada colaboran al bien común, o malgastan –gastando en exceso– sumas que superan las necesarias, aunque su objetivo se oriente al bien de la comunidad. El gobernante dadivoso y complaciente desarrolla su actividad en esa línea sutil que separa el buen hacer de la conducta fraudulenta. Con frecuencia esa línea resulta resbaladiza y el gobernante se arriesga a sumergirse en el mar de la corrupción, contraviniendo el principio de buena administración de unos recursos detraídos de los contribuyentes para beneficio de toda la comunidad.

Que el Gobierno de la Nación, en una muestra de impotencia y de indolencia en la aplicación de las leyes, venga ahora a decir que financiará el estudio en español en aquellas comunidades bilingües en las que ello no es posible, lo haga o no, resulta de todo punto inadmisible. La enseñanza bilingüe –en español y en otra lengua española– está pagada y garantizada desde el mismo momento en el que se produjeron las transferencias educativas a las Comunidades Autónomas; transferencia de la función y de los recursos financieros para hacerla efectiva. Pagar ahora para que se enseñe en español en esas comunidades equivale a pagar dos veces por un mismo concepto; es decir, estamos ante un fraude.

Análogamente, es un fraude que, con los recursos privados en manos del sector público, en unas comunidades se financien las necesidades –caprichos en unos casos y amiguismo en otros– más nimias para el bien de los ciudadanos, mientras en otras se viven carencias en las más esenciales. Cuando, en el origen del actual Estado de las Autonomías, se diseña el modelo de financiación que da lugar a la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (Lofca), se trata de cumplir con un mandato absolutamente irrenunciable: que cualquier español, donde quiera que viva, disponga de un nivel igual de servicios esenciales para su vida y para su bienestar. Lo demás es todo accesorio y, de implantarse, se deberá hacer con cargo a los recursos generados en la comunidad respectiva.

Las dádivas de gobernantes complacientes, más atentos a sus intereses personales o de partido que a los de la sociedad, han manoseado tanto el modelo de financiación que ya nadie recuerda aquel principio de igual acceso de todo ciudadano a los servicios esenciales. Por otro lado, la historia ha demostrado que la primera dádiva es sólo el primer eslabón de una larga cadena.

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