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Juan Ramón Rallo

Pillaje subvencionado

Debido al colosal poder de intervención y a la gigantesca arbitrariedad de que gozan nuestros gobernantes, sobornarlos sale muy a cuenta.

Debido al colosal poder de intervención y a la gigantesca arbitrariedad de que gozan nuestros gobernantes, sobornarlos sale muy a cuenta.

Uno tenía entendido que constituía rasgo comúnmente aceptado de la modernidad el que los seres humanos cooperen pacíficamente en ámbitos cada vez más extensos: cada uno respeta los derechos del otro y alcanzan acuerdos voluntarios mutuamente beneficiosos. También tenía entendido que era rasgo común de la antigüedad cavernaria el que, más allá del reducido ámbito de la tribu, las relaciones amplias entre los seres humanos se desarrollaran de manera generalizada a través de la violencia, especialmente con el propósito de practicar el pillaje. La guerra vendría a ser lo primitivo y el comercio, lo ilustrado.

Pero hete aquí que Cayo Lara ha optado por invertir los términos: el pillaje es la modernidad y la cooperación voluntaria es la caverna. No otra conclusión cabe inferir de sus admoniciones contra el fin de la democracia alentado por la caverna mediática a cuenta de la muy necesaria supresión de las subvenciones a los partidos políticos. Porque la subvención, no lo olvidemos, no es más que una forma de pillaje: se arrebata coactivamente el dinero a un conjunto de personas (vía impuestos) para repartirlo entre otros individuos que incluso pueden dedicarse a perseguir, perjudicar y agredir con ese dinero a las originarias víctimas. Qué menos, pues, que defender que esa maquinaria burocrática que son los partidos políticos, cuyo propósito último es saquearnos vía impuestos y volver nuestras vidas imposibles con toda clase de desgraciadas regulaciones, se costeen su asalto a nuestras libertades por sus propios medios y no por los nuestros.

Teme el coordinador de IU que, eliminado el abrevadero del contribuyente, los partidos se convirtieran en títeres del gran capital. Uno pensaba que, siguiendo la literalidad de la copla marxista, los partidos ya eran títeres de las megacorporaciones bilderberguianas, de modo que en esto sólo podemos mejorar: si los padrinos ya son otros, que éstos corran con la totalidad de los gastos. ¿O a los contribuyentes nos va a tocar hacer de mariachis forzados del gran capital? Amén de que, si esa es toda la preocupación de D. Cayo, tan sólo tiene que proponer que los partidos enmienden sus estatutos para proscribir las donaciones de empresas, de modo que la única financiación provenga de los militantes de la causa. Quizá en tal caso las superestructuras de los partidos tendrían que someterse a una liposucción, pero, atendiendo a su utilidad social, diría que el ciudadano no las echará de menos.

Claro que, prohibidas estatutariamente las donaciones, ¿qué impediría que los partidos se corrompieran y las gestionaran mediante contabilidades paralelas? Pues exactamente lo mismo que lo hace ahora: nada. La única diferencia es que, en estos momentos, la impostada honradez política acarrea un coste impositivo sobre el ciudadano que podríamos ahorrarnos si la farsa se viniera abajo y contempláramos la realidad tal cual es, no tal cual nos gustaría creer que es.

Porque, al final, el problema de fondo de la corrupción política y de la financiación de los partidos es mucho más simple y siniestro: debido al colosal poder de intervención y a la gigantesca arbitrariedad de que gozan nuestros gobernantes, sobornarlos sale muy a cuenta. Y mientras siga saliendo tan a cuenta será muy complicado evitarlo, por muchas cortapisas que se quieran interponer con el vano objetivo de ocultar la acumulación de basura. Más burocracia dirigida a evitar la corrupción de la burocracia existente sólo supone generar nuevas oportunidades y nuevas instancias que poder corromper. La verdadera y definitiva solución es que reducir tanto el poder y la arbitrariedad de nuestros gobernantes como para que untarles simplemente no salga a cuenta. Donde las reglas son pocas y automáticas, el político pinta poco; donde las reglas son numerosas y pasteleras, el político crea y destruye fortunas, atrayendo a sí todos los consiguientes cohechos.

Sucede, ah, que el modelo de Estado que defiende Cayo Lara (y Cayo Rajoy, no se nos olvide) se encuentra justo en los antípodas: burocracias titánicas que concentren todo el poder. El caldo de cultivo óptimo de la pluricorrupción y del cavernario multipillaje. Pero, estando así las cosas, al menos que no nos fuercen a ponerles la cama.

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