Los enemigos de los mercados libres suelen caracterizar el liberalismo como una ideología sometida a los intereses del empresariado, sobre todo del gran empresariado. Al muy conspiranoico modo, tratan de describir el liberalismo como un conjunto de hipótesis ad hoc dirigidas todas ellas a beneficiar a la plutocracia gobernante: impuestos bajos o inexistentes, ausencia de regulaciones laborales, defensa de la propiedad de quienes ya tienen elevados patrimonios, oposición a la mal llamada legislación de defensa de la competencia, etc. Ciertamente, dando una visión muy parcial y sesgada del asunto, la hipótesis podría resultar verosímil, si bien cuando escudriñamos un poco en la realidad podemos comprobar su escaso fundamento.
Para empezar, hay que decir que el liberalismo busca descubrir aquellos principios normativos universales y simétricos que permiten que cada individuo o grupo de individuos pueda satisfacer sus fines vitales de manera voluntaria, cooperativa y mutuamente beneficiosa con otros individuos o grupos de individuos. La materialización práctica de esta saludable premisa es que las relaciones humanas han de venir coordinadas sobre la base del respeto a la propiedad privada y a los contratos voluntariamente firmados, sin que ninguna persona tenga derecho a iniciar la violencia contra la propiedad privada ajena y las cargas que convencionalmente ha asumido (incumplimiento contractual). Por consiguiente, ya desde un comienzo no puede decirse que el liberalismo esté al servicio de la clase empresarial, pues los derechos y deberes fundamentales son los mismos para todos los individuos, sean quienes sean y se hallen en la posición en la que se hallen.
Claro que, frente a lo anterior, la respuesta más común suele ser: si un liberal defiende simétricos derechos y deberes para todos es porque sabe que esa igualdad jurídica beneficia a los empresarios frente al resto de la sociedad (por el motivo que sea: por ser los más hábiles, los más listos, los más guapos o los más ricos); el marco aparentemente razonable no deja de ser un subterfugio para consolidar un régimen de explotación empresarial: no puede tratarse de igual modo a quienes son diferentes.
Demostrar que el imperio jurídico de la propiedad privada y de los contratos voluntarios es beneficioso para todos nos llevaría demasiado lejos; baste decir a este respecto que si el mercado no es un juego de suma cero –y no lo es–, todos pueden salir ganando de la cooperación social, por mucho que algunas personas (las más perspicaces) sean capaces de obtener más beneficio de esa cooperación que otras personas, pero el caso es que todas tienen el potencial de salir ganando (unas más, otras no tanto). Lo que sí me interesa en este artículo es refutar la hipótesis de que todas las propuestas liberales son, en el fondo, una mascarada dialéctica dirigida a que el empresario pueda lucrarse con impunidad.
Ya de entrada, semejante paranoia se enfrenta con un problema irresoluble: los intereses de los empresarios y de los capitalistas no son ni mucho menos homogéneos. Dentro de una misma empresa hay distintos intereses en liza (por ejemplo, el capitalista quiere que el empresario no se le desmadre y el empresario puede intentar lucrarse a costa del capitalista: es lo que se conoce como problema del agente-principal); dentro de una misma industria, dos compañías pueden competir y batallar hasta que una de ellas desaparezca (verbigracia, dos fabricantes de teléfonos móviles o de sistemas operativos); dentro de un mismo sistema económico, diferentes industrias pueden reproducir esa feroz competencia para quedarse con los consumidores de la otra (por ejemplo, empresarios que fabrican máquinas de escribir y ordenadores personales); incluso dentro de la economía global, los intereses generales de unos capitalistas pueden estar enfrentados a los de otros capitalistas (por ejemplo, cuando escuchamos que los especuladores se están cebando con las acciones o con la deuda de una empresa, es evidente que los intereses de los especuladores están absolutamente contrapuestos a los de la empresa contra la que especulan). Si los liberales tuviéramos que defender militantemente los intereses de empresarios y capitalistas, colapsaríamos víctimas de un cortocircuito esquizofrénico: exactamente, ¿los intereses de qué empresarios o capitalistas habría que defender en cada momento? Aunque fueran los del mejor postor, ese empresario no siempre tiene por qué salir ganando con el libre mercado, pero los liberales coherentes siempre defienden el libre mercado, ¿cómo conjugar eso con las variables posiciones de cada empresario dentro del mercado?
Y es que, como digo, no es ni mucho menos cierto que todos los empresarios o que todos los capitalistas salgan permanentemente beneficiados de un mercado libre y, por tanto, no todos ellos –ni siquiera una mayoría– defenderán los principios del liberalismo, o no lo harán en todo momento. En realidad, el mercado libre sólo beneficia a aquellos empresarios o capitalistas que sean capaces de invertir adecuadamente su capital para satisfacer, mejor que el resto, las cambiantes necesidades de los consumidores... y sólo mientras sigan siéndolo: se trata, pues, de un entorno bastante incierto, hostil y mutable en el que pocos empresarios se sienten permanentemente confortables. Lo que la gran mayoría de empresarios desearía es que el Estado les garantizara su acotada parcela de actividad, sus beneficios mínimos anuales y otro tipo de canonjías que les permitieran disfrutar de la vida sin quebraderos de cabeza. Si los liberales estuvieran al servicio del empresariado, sus principales reivindicaciones consistirían en exigir al Estado regulaciones y gastos que maximicen el lucro empresarial. Pero es justamente al contrario: reclaman derogar todas esas regulaciones y gastos públicos que tan lucrativos resultan para cierta casta corporativa.
Por hacer un listado no exhaustivo, la inmensa mayoría de liberales se opone a este tipo de prebendas tan del gusto de muchos empresarios acomodados:
En suma, que los liberales defiendan un marco jurídico donde los mejores empresarios puedan prosperar y enriquecerse no significa que estén a su servicio, pues también es un marco donde los malos empresarios –sin las redes y los privilegios estatales– están condenados a fracasar y arruinarse; y sucede que los empresarios exitosos de hoy pueden ser los fracasados de mañana. Si los liberales defienden ese marco es porque es el marco óptimo para que todos satisfagan sus necesidades: pues los mejores empresarios se enriquecen sólo después de haber generado mucho valor para los consumidores. La realidad, pues, es más bien la opuesta: son los antiliberales intervencionistas quienes recurren a todo tipo de argucias estatistas para socavar la soberanía del consumidor y, consciente o inconscientemente, llenar los bolsillos de los cuatro empresarios afines al régimen.