El líder del trasnochado socialismo español, Alfredo Pérez Rubalcaba, parece que ha optado por tomar la senda de su antecesor Zapatero (¡¡lagarto, lagarto!!) y, antes que decir algo sensato, prefiere dar rienda suelta a su habilidad para las frases bonitas. La última que ha lanzado este famoso químico español ha sido: "La salud no puede ser negocio". Desde luego, en un primer momento suena bien, y como cuento para niños tiene cabida. El problema es que, en la vida real, se trata de una soberana estupidez. Una frase hueca y ridícula, tras la cual sólo existe el vacío intelectual y la falta de propuestas serias.
Parece censurar con ello cualquier iniciativa privada que pretenda ofertar servicios sanitarios a cambio de dinero. Como si los servicios públicos sanitarios fueran gratis. La sanidad de calidad cuesta dinero, mucho dinero. La formación de los profesionales cuesta dinero, los inmuebles donde se imparte también cuestan dinero y la tecnología que se utiliza tiene un coste muy elevado. Es decir, se trata de uno de los servicios que necesitan de más recursos económicos y, sin embargo, su gestión la hemos puesto hasta ahora en manos casi exclusivas de lo público. Craso error.
La sanidad pública no es un servicio que se ofrezca gratis a los ciudadanos. Se paga con todos nuestros impuestos y su gestión deja mucho que desear porque en los últimos años hemos primado la cantidad en vez de la calidad. Lo importante no era que en mi comunidad autónoma existieran centros de referencia, sino que hubiera un centro de salud a cien metros de mi casa, como máximo. Por cierto, esta misma senda fue la que iniciamos hace años con la educación universitaria. Resulta muy difícil encontrar una localidad en nuestro país sin una universidad, pero el resultado es que lo que allí se obtiene ha dejado de tener valor.
No entiendo por qué la sanidad tiene que ser gestionada por organismos públicos, con el dinero de los ciudadanos; y sus profesionales, necesariamente empleados públicos, independientemente de su talento. A mí me parece que debe haber sanidad pública (gratuita y universal), pero sería mucho más justo que fuera gestionada por empresas privadas, que obtuvieran beneficios para tener en sus plantillas a los profesionales que en cada momento sean más brillantes en sus respectivas especialidades. Y, francamente, no entiendo el motivo por el que a Rubalcaba le parece fatal que las empresas sanitarias ganen dinero, dentro de un marco de la mayor exigencia profesional, lógicamente.
Puestos a decir frases lapidarias ridículas, imagino que dentro de poco podríamos escuchar: "La alimentación no puede ser negocio"; y que acto seguido se expropiara Campofrío, Cuétara, Navidul, Telepizza, Cinco Jotas, Puleva o Ybarra. Si a Rubalcaba le parece mal que empresas privadas ganen dinero con la salud de los ciudadanos, imagino que también le parecerá un escarnio que haya empresas que obtienen pingües beneficios por ofrecer productos que calman nuestra necesidad básica de alimentarnos.
Seguimos siendo, en ocasiones, un país de pandereta, en el cual siguen produciendo urticaria conceptos como negocio, beneficio, capital, propiedad, privado o enriquecimiento. El hecho de que ofrecer un producto o servicio sea negocio es realmente estupendo, porque eso significa que será sostenible en el tiempo, que generará empleo, pagará impuestos y ofrecerá beneficios, lo cual será bueno para todos, porque esos beneficios se dedicarán a consumo, a reinversión o a ahorro, y las tres posibilidades son positivas para toda la sociedad.
Eso sí, para ello necesitamos que haya árbitros honestos y que funcionen de verdad (organismos reguladores), que garanticen el libre mercado y la existencia de la libre competencia. Si tenemos, por ejemplo, un Banco de España que detecta que determinadas entidades no cumplen las reglas del juego, pero que decide callarse para no afectar negativamente al Gobierno en las siguientes elecciones, el modelo fallará, pero no porque sea imperfecto sino porque no se ha permitido que actúen todos sus elementos.
También necesitamos que exista el imperio de la ley, es decir, que haya justicia y que ésta sea independiente, rápida e igual para todos. Hace unos días me impactó mucho ver una fotografía en la prensa de Jeffrey Skilling, ex consejero delegado del gigante americano Enron, saliendo de un tribunal de Houston, vestido con un mono verde, esposado y encadenado, tras recibir una nueva sentencia condenatoria de fraude en su gestión.
Dentro de ese país de pandereta incluyo también a Javier Bardem, adalid de la mentira y buscador de recursos públicos para sus intereses estrictamente personales, que mientras pasea por la Gran Vía madrileña con zapatos gastados enarbolando pancartas a favor de la sanidad pública contrata una planta entera de un hospital privadísimo para que su dulce Penélope traiga un vástago al mundo sin el peligro de ser salpicada por un líquido amniótico ajeno.