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EDITORIAL

Los taxistas pierden la poca razón que les podría asistir

Desgraciadamente, los taxistas están instalados en la defensa de un privilegiado statu quo que no tiene razón de ser y que menos aún debe ser apuntalado mediante una ominosa violencia liberticida.

El salvaje cierre patronal de los taxistas de Madrid y Barcelona, al que ya se han sumado los de otras ciudades importantes, no sólo es inadmisible en las formas, sino que corre el peligro de hacerles perder hasta los pocos motivos de queja que pudieran rastrearse en su protesta.

Acampar en las calzadas para cortar la circulación, agredir a los periodistas que desempeñan su labor, destrozar incontables vehículos de Uber y Cabifity y hasta disparar contra sus conductores son formas de protesta repugnantes, absolutamente intolerables, que no tendrían ninguna justificación ni servirían como atenuante aun cuando los taxistas tuvieran toda la razón del mundo.

Pero es que, además, los taxistas están muy lejos de tener toda la razón, ni si quiera la mayor parte de ella. Es cierto que la proporción de una licencia VTC por cada 30 de taxi que se aprobó en 2015, una vez sus airadas protestas lograron tumbar la llamada Ley Ómnibus de diciembre de 2009, está muy lejos de cumplirse. Pero no es menos cierto que entre ambas fechas todas las licencias VTC que vinieron a desequilibrar esa por otro lado totalmente arbitraria proporción fueron concedidas al amparo de esa Ley Ómnibus, que trató de liberalizar algo el acceso a estas actividades de transporte, sector que desde 2015 está tan asfixiantemente regularizado como lo estaba hasta 2009.

Así las cosas, cumplir a rajatabla la proporción 1-30, tal y como reclaman los taxistas, significaría violar derechos legalmente adquiridos y dejar en el paro a multitud de conductores de Uber, Cabify y demás operadores que obtuvieron la licencia cumpliendo con todos los requisitos legales. Aun cuando ese mal llamado exceso de licencias VTC por ese fugaz cambio legislativo haya devaluado lo que en su día pagaron los taxistas en ejercicio por sus respectivas licencias, no se puede mantener indefinidamente este estado de cosas a costa del consumidor y de cercenar el derecho de los demás profesionales –presentes o futuros– a entrar en competencia.

El derecho a la seguridad jurídica, que sólo en parte podría asistir a los taxistas, no puede, sin embargo, utilizarse de excusa para entorpecer todo cambio legislativo orientado a liberalizar el sector y a que sean los consumidores, y no los poderes públicos, los que dictaminen cuántos taxis y cuántos vehículos VTC debe haber en el mercado. El hecho de que el taxi sea considerado un servicio público no puede ser utilizado una excusa para perjudicar al público demandante de dichos servicios mediante obstáculos a la libre competencia como son las trabas burocráticas, las cuotas o un número predeterminado de licencias.

Los taxistas podrían demandar que esa liberalización fuese gradual y lo menos traumática posible, pero teniendo bien presente que, en una sociedad libre, moderna y justa, todos los oferentes de bienes y servicios se deben someter a la soberanía del consumidor y tienen que aceptar la presión de la competencia.

Desgraciadamente, los taxistas están instalados en la defensa de un privilegiado statu quo que no tiene razón de ser y que menos aún debe ser apuntalado mediante una ominosa violencia liberticida.

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