Ni es una tasa. Ni es como la que planteó James Tobin en los años 70. De hecho, el título oficial del "Impuesto sobre Transacciones Financieras" es bastante descriptivo, así que no hay razón para buscarle un apodo.
Sí, es un impuesto. Aunque no gravará todas las transacciones financieras, sino sólo las "operaciones de adquisición de acciones de sociedades españolas, con independencia de la residencia de los agentes que intervengan en las operaciones, siempre que sean empresas cotizadas y que el valor de capitalización bursátil de la sociedad sea superior a los 1.000 millones de euros". En cada una de estas operaciones, Hacienda cobrará un 0,2% al "intermediario financiero que transmita o ejecute la operación". Y la previsión de ingresos del Gobierno está alrededor de los 850 millones de euros: es muy poco para cerrar el agujero de las pensiones, el objetivo declarado; pero una cifra que no está mal para un nuevo impuesto con un objetivo tan específico. De hecho, una de las principales críticas al nuevo tributo es que en ninguno de los países en los que se ha aplicado la recaudación ha alcanzado las cifras previstas antes de su entrada en vigor.
En el caso español, ya casi nos hemos acostumbrado a vivir con el Proyecto, pero sin el impuesto. Llevamos tanto tiempo hablando de la famosa tasa que no es tasa que el día que se apruebe habrá muchos ciudadanos que sientan como si fuera la quinta o sexta vez que se lo cuentan. Los últimos dos años en el Congreso han sido tan extraños que tampoco sería descartable que al final el Proyecto de Ley que el Gobierno mandaba a las Cortes tras el último Consejo de Ministros al final no logre los apoyos necesarios.
Mientras, se acumulan las dudas sobre los detalles, que también han variado durante el último año y medio. Todos hablamos de Francia, Italia o del fallido experimento sueco de los años 80, pero, en este como en los demás tributos, buena parte de lo que se juegan los contribuyentes está escondido en los detalles. Serán estos los que determinen los principales efectos del impuesto. Y, en los detalles, hay diferencias entre todos los modelos intentados hasta ahora (y también en lo anunciado en España).
Dicho esto, y con las inevitables cautelas sobre un proyecto de ley que todavía podría sufrir modificaciones en su trámite parlamentario, hay una cuestión que llama la atención por encima de todas las demás: el tipo de transacción financiera que estará penalizada, tan diferente de lo que tenía Tobin en la cabeza cuando hace medio siglo planteó la propuesta que tan famoso le ha hecho. O, desde el lado contrario, también podríamos decir que sorprende lo que deja fuera.
Tobin diseñó el impuesto como un mecanismo de control, limitación o reducción de la especulación financiera. El objetivo no era recaudatorio, sino más bien de regulación de los mercados. Otra cosa es si la idea tenía fundamento, pero la lógica (en teoría) era ésa. De hecho, al principio se planteó exclusivamente para el mercado de divisas (hablamos de comienzos de los años 70, una época turbulenta). Luego, la idea fue refinándose y ampliándose al resto de productos que se negocian en los mercados financieros, pero casi siempre asociada a la especulación cortoplacista: las operaciones o activos que se negocian a muy corto plazo (de hecho, con la tecnología de los últimos años, incluso segundos o menos) y que algunos economistas creen que generan distorsiones en el mercado, incrementan la volatilidad y suponen un peligro para el pequeño inversor, que se verá siempre superado por los operadores con más herramientas tecnológicas.
La discusión podría ser eterna. De hecho, ya lo es, en los foros, en papers universitarios y en las conferencias del sector: unos dicen que esas operaciones de muy corto plazo generan liquidez y mejoran la eficiencia del mercado; otros las acusan de distorsionar precios y generar alzas y bajadas bruscas en determinados activos.
La clave con el Impuesto diseñado por el Gobierno español (y lo que, en cierta media, genera extrañeza) es que no sólo no está dirigido contra esos activos o herramientas, sino que, al contrario, casi podríamos decir que incentiva que el pequeño inversor comience a usarlos o, al menos, se interese por los mismos.
Como hemos visto, el impuesto va dirigido contra la compraventa de acciones de empresas españolas con una capitalización superior a los 1.000 millones de euros. A cambio, deja fuera las compras de acciones de empresas más pequeñas (y normalmente, más volátiles y con menor liquidez), las operaciones con derivados (productos más complejos, especulativos y en los que el posible apalancamiento es muy superior) y las operaciones realizadas en mercados extranjeros (bien de compañías extranjeras o de compañías españolas que operen también en estos mercados; este tipo de operaciones suelen ser más caras y tener menos control por parte de las autoridades españolas). Además, al menos si tenemos como referencia el texto del proyecto que el año pasado se tramitó en el Congreso, también quedan fuera las operaciones intradía (se gravaría el saldo final al finalizar cada jornada). Es algo extraño y que va en contra del espíritu de la propuesta original, que era minorar la especulación en los mercados. De hecho, cuando la Comisión Europea ha intentado diseñar un impuesto para todos los países de la UE, incluía un recargo para los derivados (algo menor que para la compra-venta de acciones, por las características del producto) destinado precisamente a desincentivar esas operaciones a muy corto plazo de las que hablábamos anteriormente.
Se puede alegar que el impuesto es muy bajo y que nadie va a dejar de comprar acciones de las grandes empresas del Ibex, si cree en su potencial a medio plazo, por un recargo del 0,2%. Desde el Gobierno, incluso defienden que como se cobrará a los intermediarios, el pequeño inversor no se va a ver afectado en absoluto. Mientras, desde el sector todos los afectados aseguran que se trasladará el coste al consumidor final.
Sobre el coste, a primera vista el recargo puede parecer pequeño, pero también hay que mirar otros factores. En primer lugar, no todos los inversores tienen el mismo horizonte temporal. Pero es que, además, está la cuestión psicológica, ese coste extra que desde ahora pesará sobre las acciones de las empresas afectadas y que puede empujar al inversor a buscar alternativas (le suena que hay un impuesto y quiere evitarlo).
Al final, la discusión sobre los efectos netos del tributo nunca se cerrará. Por un lado, sus promotores se agarrarán a la recaudación anual. Y, si logran esos 850 millones esperados, lo anunciarán como un éxito. Los efectos negativos son más difíciles de cuantificar: desde inversores que compran activos más volátiles-especulativos, a la reducción en la liquidez de determinadas empresas, pasando por la deslocalización de una industria que mueve mucho dinero como es la intermediación financiera (¿cuánto dinero perdería España en IRPF y otros impuestos si alguna de estas grandes empresas no fijase aquí su residencia, aunque sólo en parte por este impuesto?). En cualquier caso, la tasa Tobin española parece que está aquí para quedarse. Eso sí, lo primero quizás debería ser buscarle otro nombre.