Desde muy temprana edad oíamos decir a nuestros mayores: "El que huye de Dios, corre en vano". De tal modo que, llegada la adolescencia, lo teníamos bien aprendido.
El refrán no pretendía hacer teología dogmática ni moral; su pretensión no pasaba de avivar la conciencia individual, de modo que, ante posibles fechorías, ante la simple mentira –hoy tan al uso–, debías pensar que alguien podría conocer tu mal hacer.
Esa referencia a la divinidad, por vía de analogía, se transmutaba a los principios morales o sociales, de general aceptación, contra los que el ciudadano no debe actuar si pretende pasar por una persona de bien.
Su traducción al lenguaje coloquial es abundante, y no otro significado tiene aquello de "lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible". No incluyan, por necia, aunque exitosa, la frase de que algo será "sí o sí"; seguramente será no.
Traigo esto a colación porque hay principios –quizá leyes–, estoy pensando en los económicos, que se cumplen aunque los Gobiernos en pleno del mundo traten de impedirlo. Es más, quienes se empeñen en desconocerlos pronto o tarde se verán denunciados.
No descubro nada que no sepan todos los españoles: el precio de la electricidad está en niveles que empobrecen a muchos y arruinan a no pocos, alcanzando niveles que permiten presumir de marcas históricas.
Responsables de ministerios como Asuntos Económicos, Transición Ecológica, Hacienda, Trabajo, Transportes, Industria… nos han obsequiado con sus promesas de solución –todavía hoy desconocemos cómo–, pero el precio del MWh sigue subiendo.
El problema de la energía es su presencia, no sólo en los hogares, que también, sino en todos los procesos de producción de bienes y servicios. Es un insumo –input– que, al encarecerse, inicia una escalada del mismo signo en los costes de producción que se trasladará hasta el consumidor final. Es decir, inflación.
Cuando la inflación es de demanda, la solución es sencilla; el mercado la resolverá sin intervención alguna. Cuando la inflación, como en este caso, es de costes –es decir, de oferta–, nos está manifestando la imperfección de los mercados de recursos –incapaces de ajustarse internamente–, trasladando a otros los incrementos generados por sus rigideces.
La creación de una empresa pública productora de electricidad o la fijación del precio por el Gobierno nos llevarían aún a peor resultado. Otra cosa es que los incrementos de precios se los coma el presupuesto del Estado... y aquí paz y allí gloria.
Todos recordamos cuando, en los ochenta, se coreaba aquel estribillo de: "¿Nucleares? No, gracias". Viva sigue en el recuerdo –asesinato incluido– la historia de Lemóniz (Lemoiz) y la moratoria nuclear aprobada por el Gobierno de Felipe González (1984). Mientras tanto, Francia, gracias a sus nucleares, disfruta de electricidad barata...
Pues ya tienen energías verdes; ahora páguenlas. El Gobierno, también verde en muchos sentidos, feliz; además, nos tiene estadísticamente entretenidos.