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Domingo Soriano

Mucho cuidado, llevamos ya dos años pidiendo permiso para ir al baño

El Estado nunca retrocedió salvo cuando no tuvo más remedio. Y es lógico. Para el que manda, la solución más obvia, sencilla y cómoda es mandar más.

El Estado nunca retrocedió salvo cuando no tuvo más remedio. Y es lógico. Para el que manda, la solución más obvia, sencilla y cómoda es mandar más.
Una imagen de un 'vacunódromo' en Valencia: centros especiales instalados para acelerar la administración de la dosis de refuerzo. | EFE

Dos frases, aparentemente muy diferentes, por el contexto y la situación que describen, pero con mucho en común.

La primera proviene de una escena terrible en Cadena perpetua, la excelente película de Frank Darabont. Sucede casi al final, cuando Morgan Freeman pregunta al supervisor de la tienda en la que trabaja si puede ir al baño. El tipo le responde algo así como "no tienes que pedirme permiso cada vez que quieras ir al baño; cuando tengas ganas, puedes ir y punto". Entonces, el Freeman narrador nos recuerda que "me he pasado 40 años pidiendo permiso cada vez que quería ir a mear, no puedo hacerlo sin que me lo den".

La segunda se la escuché hace tiempo a Toni Nadal, el tío y entrenador de Rafa. Y algo parecido le he leído esta semana, cuando le preguntaban por las razones del éxito de su sobrino. Siempre alude a lo mismo, el aprendizaje en la repetición. Sí, los valores son fundamentales, claro; pero también las rutinas. No vale con decirlo un día, hay que repetirlo cada entrenamiento. Miren lo que respondía en una entrevista en 2016: "El ser humano es un animal de costumbres. Si le acostumbras a trabajar cada día, sin desfallecer ni poner excusas, lo acaba asumiendo como algo normal en su vida".

Estoy de acuerdo, nos puede la fuerza de lo conocido, de las rutinas, de lo que hacemos hoy y repetiremos mañana. Para lo malo, pero también para lo bueno. De eso van los artículos de la inercia covid que hemos publicado en el último mes. Porque eso es lo que me da más miedo, que acabemos acostumbrándonos. En el primero, decíamos que hay cada vez más gente que vive de esto, que lleva dos años prescribiendo (y cobrando) porque hay una pandemia. Lo que no quiere decir que sean malos o deshonestos. A todos nos pasa: siempre pensamos que aquello que hacemos es necesario para los demás y que cada euro que cobramos no sólo estuvo justificado en el pasado sino que hay una razón que lo justifica para el futuro.

En el segundo, alertábamos sobre esa idea peligrosísima de que el Estado puede sustituir nuestros vínculos sociales. Que es un poco lo que hay detrás de las decisiones que muchos políticos occidentales han tomado en los últimos dos años. Con la mano derecha impongo restricciones que te alejan de tu familia o amigos; con la izquierda te doy una ayuda o un programa de asistencia a domicilio. Y parece que una cosa compensa la otra. Pero ni se parece.

Sobre la frase de Freeman y sobre los permisos que tenemos que pedir, nunca estaremos demasiado alerta. Para empezar, porque parece lo lógico. Para eso está el Estado, ¿no? Para organizar la vida en común. Pues con muchos matices. "Organizar" es un verbo peligrosísimo. Lo que los padres fundadores pidieron al Estado es que garantizase nuestro derecho "a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". Pero no le pidieron esa felicidad, que sabían que cada uno debíamos perseguir por nuestra cuenta.

En demasiadas ocasiones, en la conversación pública, en el debate diario, damos por supuesto que la discusión importante gira en torno a cuál debe ser el horario de uso de los sanitarios. Pero, en realidad, el problema real es que exista un horario, aunque sea un horario muy eficiente y esté diseñado por las mejores cabezas que podamos imaginar.

Sobre lo que dice Toni Nadal, debemos tener todavía más miedo. Porque nosotros nos estamos acostumbrando a obedecer y ellos a mandarnos. El otro día pensaba que es un signo de buena salud que el 30-40% de la gente con la que me cruzo por la calle (y sé que es una muestra poco representativa, al fin y al cabo hablo de los barrios de Madrid por los que me muevo) no lleve mascarilla. Luego me di cuenta de que, si lo miro desde el otro ángulo, hay un 60-70% de mis vecinos que se han sometido al miedo y la irracionalidad: un temor que en parte es culpa de la pandemia y en parte un intento de escapar a la multa. Probablemente es la norma más estúpida, arbitraria y caprichosa que recuerdo. Pues nos la estamos tragando tan felices. Ya sé que el próximo martes la quitan y que parece un tema menor, pero que se haya aprobado y la hayamos aceptado es una señal nefasta. De hecho, ponemos siempre el ejemplo de las mascarillas, pero hay otros peores: en los últimos días sigo leyendo mensajes en redes sociales sobre personas muy mayores que tienen que dormir solos en el hospital porque todavía no se admiten acompañantes o niños que llevan semanas casi sin pisar el colegio porque un compañero de clase dio positivo.

El Estado nunca ha retrocedido salvo cuando no ha tenido más remedio. Y es lógico que no lo haga. Para el que manda, la solución más obvia, sencilla y cómoda es mandar más. Que los Macron o Trudeau o Sánchez de nuestras vidas quieran organizarnos la vida es lo normal. El problema es que ahora tienen una excusa y se están acostumbrando a usarla. Lo que vemos ahora es en parte consecuencia de una convicción íntima (creen de verdad que ellos son mucho más listos que nosotros) y en parte de la rutina que han adquirido, tras dos años a golpe de decreto.

Pero de nuestro lado también hay mucho que decir. Acostumbrarse a obedecer es mucho más sencillo de lo que parece. Recuerdo lo que me decía hace unos años un amigo que ha estudiado el impacto del comunismo en las sociedades en las que ha estado presente. Discutíamos sobre el futuro de esas sociedades (por ejemplo, Corea del Norte o Cuba) el día que el régimen se desintegre (y se desintegrará). Yo era relativamente optimista sobre sus posibilidades, con esa idea de economista académico un tanto ingenua de "con los incentivos correctos, cualquiera puede hacerlo". Este amigo no lo era tanto: "Son sociedades enfermas", me vino a decir, "gente que lleva décadas viviendo alrededor de lo que otros les mandan, alejándose de sus familias, rompiendo las redes sociales que ha llevado siglos tejer, buscando en la cartilla de racionamiento el sustento diario, sin pensar que tienen que trabajar para los demás, vigilando a sus vecinos... Eso no se evapora de un día para otro porque cambie el Gobierno". De hecho, en las transiciones de los países ex-comunistas hemos podido ver casos llamativos de éxito y fracaso. Normalmente, los que llevaban menos tiempo bajo el régimen, tenían generaciones vivas que recordaban lo que había antes y, además, lo sentían como un sistema extranjero, impuesto desde fuera, lo han hecho mejor.

Afortunadamente, no estamos ni cerca de aquello. Del covid a la URSS hay muchos pasos. No me gusta el alarmismo. Pero esa idea de que no podemos acostumbrarnos a vivir de forma antinatural sí debe estar ahí, como una lucecita roja, alertándonos. No quiero entrar aquí en una discusión sobre el tamaño del Estado y en qué campos debe operar. Por ejemplo, en marzo de 2020 era totalmente comprensible que se aprobaran normas extraordinarias. Pero el principio rector, para los más intervencionistas y los menos, tendría que ser el mismo: subsidiariedad, el Estado sólo debe intervenir cuando el individuo-familia no pueda y la carga de la prueba recae en el que plantea la intervención, no en el que reclama su libertad.

Las expansiones del Estado más peligrosas llegan cuando se producen sin respuesta. O, incluso peor, como en los últimos dos años, con el aplauso y a petición de los que deberían estar vigilantes. Sé que parece que ya nos acercamos al final del proceso. Miro a Dinamarca y su política de levantar todas las restricciones, y espero que estemos ahí en apenas unas semanas. Pero mientras llegamos o no a ese punto, no puedo evitar pensar en que lo que más me aterra de esta pandemia es que asumamos como normal que tenemos que pedir permiso para ir a mear.

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