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Domingo Soriano

El carbón, el petróleo y los que odian la penicilina

Demonizar el petróleo, el carbón o el gas es lo mismo que decir que no te gusta que la esperanza de vida y la población estén creciendo.

Demonizar el petróleo, el carbón o el gas es lo mismo que decir que no te gusta que la esperanza de vida y la población estén creciendo.
La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, junto a Pedro Sánchez, la semana pasada, durante el encuentro que mantuvieron en el Palacio de la Moncloa. | Cordon Press

Este finde de precios disparados en la electricidad y el gas me ha pillado leyendo "La cuestión moral de los combustibles fósiles", de Alex Epstein (en Deusto). Parece preparado a propósito, aunque esta vez el calendario de libros pendientes se ha ajustado a la realidad por casualidad. Y me alegro, porque me había dicho Mario Noya que debería ser "de obligada lectura" en los colegios y creo que yo ampliaría el radio de acción: parlamentos, organismos europeos, televisiones y periódicos, departamentos de universidades (también los de Economía)...

No lo digo por lo que tiene que ver con la energía, que también. Sino por el punto de partida, esa "cuestión moral" de la que habla su título y que recorre sus páginas. El planteamiento es tan sencillo que en condiciones normales sería casi absurdo que hubiera que escribir un libro para recordarlo: a la hora de hacer una valoración sobre algo (en este caso, los combustibles fósiles) debemos tener en cuenta tanto lo que aportan como sus consecuencias negativas. Así, Epstein comienza con el dato básico: "El 87% de la energía que la humanidad utiliza cada segundo proviene de la ignición de carbón, petróleo o gas natural". El libro es de 2014, pero Our World in Data nos dice que estas tres fuentes siguen sumando el 84% del mix de energía a nivel mundial.

El 84%. Sí, esto también vale para aquellos que se apuntan a una eléctrica teóricamente verde, de esas que aseguran que nos llevan a casa sólo megavatios renovables (spoiler: no es verdad, para más detalle, leer aquí a Manuel Fernández Ordóñez). Y vale todavía más para los habitantes de países en vías de desarrollo, que suelen tener menos peso en su mix de nuclear, solar y eólica.

¿Qué quiere esto decir? Pues que la lavadora que pusimos esta mañana; el trayecto en coche (o transporte público) hasta nuestro trabajo; el ordenador o el móvil desde el que leen este artículo; e incluso la impresora que sacará los flyers con el anuncio de la próxima convocatoria de una protesta ecologista contra el cambio climático... todo sería ¡imposible! sin combustibles fósiles.

Epstein no rehúye el otro lado de la ecuación. Los combustibles fósiles tienen un problema de contaminación (menor al que se suele argüir), de dependencia de los países con más reservas, relacionados con su efecto en el clima, etc. La clave es hacer la cuenta "beneficios vs perjuicios" (no prejuicios, como suele ser habitual). Sólo desde un absoluto desprecio al ser humano, desde esas posiciones que nos demonizan como especie y consideran que nuestro contacto con la naturaleza la ensucia, se puede pensar que la parte negativa es mayor que la positiva.

Demonizar el petróleo, el carbón o el gas es lo mismo que decir que no te gusta que la esperanza de vida haya pasado de menos de 40 a los más de 80 que ahora vemos en multitud de países del primer mundo o que no te parece positivo que el número de habitantes en el planeta se haya disparado a lo largo del siglo XX. Antes de que alguien me acuse de demagogia, lo repito: una cosa es INSEPARABLE de la otra. No habríamos podido, de ninguna manera, alcanzar esas cifras sin combustibles fósiles. Y, lo que quizás sea más importante, no podríamos ¡¡de ninguna manera!! mantenerlas o mejorarlas sin ellos. Quizás en el futuro lo consigamos (habría que ver a qué coste y si merece la pena), pero ahora es imposible. Si queremos vivir más y mejor, tiremos de petróleo y carbón. Y un recordatorio doble: (i) el desarrollo de las fuentes de energía renovable que sustituirán a los combustibles fósiles saldrá de laboratorios y plantas de investigación que estén usando electricidad fósil para trabajar; (ii) esas alternativas también tienen su lado negativo, desde los minerales necesarios para las baterías al impacto en el paisaje o en la fauna de los lugares donde se instalan.

En 2022, erradicar o reducir en grandes cantidades el consumo de carbón, petróleo y gas no sólo nos llevaría a una catástrofe económica, a una recesión que ríanse ustedes de la Gran Depresión de 1929. Además, provocaría la muerte de cientos de millones de personas a través del descenso generalizado y brutal de la esperanza de vida, especialmente en los países menos desarrollados. El petróleo y el carbón (también la nuclear) pueden ser sucios y poco glamurosos, te ensucian las manos y quedan feos en cámara; pero cada año salvan millones de vidas y hacen mejores las de todos los habitantes del planeta.

Nada de esto es nuevo, pero en estos días lo estamos comprobando por primera vez en tres décadas. Nos hemos pasado años despreciando lo que nos trajo hasta aquí. ¿Lo siguiente qué será: una campaña contra la penicilina? Y no es que el petróleo, el carbón o el gas se vayan a molestar porque les insultemos; pero quizás si hay ingenieros jóvenes que hayan decidido dedicarse a otra cosa por miedo a asociar su nombre a una industria tan odiada o empresas que no han renovado sus equipos porque pensaron que el objetivo último de los políticos era sacarles del mix y no querían arriesgar su dinero sabiéndose en el punto de mira. En medio de la conmoción en Bolsa de las últimas semanas, miren la cotización de las petroleras, las empresas de equipamiento para el sector o las que transportan las materias primas. Sí, en parte es por la invasión de Ucrania, pero también es porque hace años que no se realizan las inversiones necesarias. Porque no estaba de moda (en realidad, estaba penalizado).

Pero lo peor no es esto. Lo que más molesta son los aspavientos de los que nos han traído hasta aquí. Los Emmanuel Macron, Pedro Sánchez o Úrsula von der Leyen de nuestras vidas. Que ahora se han dado cuenta de que los eslóganes con los que llevan 20 años dándonos la tabarra se han hecho realidad. Piensen en esa celebración infecta a la que denominan "Hora del Planeta" y que tiene como momento estelar un apagón de una hora para concienciarnos, nos dicen, de los males que causamos. Está claro que la idea que hay detrás no es sólo que meditemos a oscuras sobre el destino de los osos polares, sino en empujarnos a creer que es malo que encendamos la luz, cojamos el coche o viajemos en avión. El mundo sería un lugar mejor, nos vienen a decir, si consumiéramos menos energía.

Pues bien, aquí lo tienen. Nunca habrían imaginado que sus deseos podrían hacerse realidad. ¿Hora del Planeta? Estamos en el mes, en el año, en la década del Planeta. De hecho, tengo para mí que en los últimos quince días ha habido más apagones (personas que han dejado de consumir energía, atemorizadas por los precios) que en el acumulado de todas las horas del Planeta que hemos celebrado desde 2008. ¡Objetivo cumplido! Somos más verdes y ecológicos. Lo que no entiendo es por qué se enfadan: si llevan años pidiéndonos que hagamos exactamente esto, que dejemos de crecer, que dejemos de consumir, que nos disciplinemos en el uso de la energía, que reduzcamos nuestra dependencia de los fósiles... En un mes han conseguido sus objetivos de décadas y ahora parece que no les gusta. Ponen morritos de preocupación y aseguran que lucharán para reducir los precios. ¡Pero si hasta hace 15 minutos su prioridad era subirlos! Ningún plan quinquenal habría sido tan efectivo en cambiar nuestros hábitos de consumo como esta guerra.

Volvemos a la cuestión moral. Parecía que ya habíamos aprendido con el Covid el significado real de la palabra "emergencia". Dos años después, en otro mes de marzo, profundizamos en el concepto. El cambio climático y el calentamiento global pueden ser un motivo de preocupación para aquellos que crean que los efectos negativos de que suban las temperaturas en 2-3 grados respecto a la era preindustrial (1,5-1,8 más que hoy) superan a los positivos. Pero no son una emergencia.

Epstein se plantea qué criterios seguimos para decir que algo es bueno o malo, maravilloso o catastrófico, correcto o incorrecto. Y define su estándar de valor: "la vida humana" y lo que hace que ésta sea mejor y más duradera; incluido por supuesto, el cuidado del medio ambiente como entorno en el que vive ese ser humano (es nuestro hogar) y que nos proporciona los medios de subsistencia. Para cualquiera que tenga el mismo parámetro, lo que está ocurriendo este invierno y lo que tememos que puede pasar en los próximos años será un recordatorio de que aquello no era una emergencia y de que lo que tanto hemos menospreciado ha sido en realidad lo que nos ha traído hasta aquí (el uso masivo y barato de energía, sobre todo de fuentes fósiles).

Lo que ocurre es que no todo el mundo tiene ese estándar de valor. Epstein nos lo recuerda en las páginas finales de su excelente primer capítulo. Porque, además, los que así piensan son cada día más poderosos, son los nuevos ministros de Consumo, Medio Ambiente, Energía; son sus asesores, los que escriben columnas en los grandes medios y prescriben cómo debemos vivir. No exageramos. Miren el siguiente párrafo, que Epstein recupera de una reseña sobre El fin de la naturaleza, de Bill McKibben uno de los autores más prestigiosos e influyentes del mundo en el terreno medioambiental. Esto dice uno de esos gurús verdes:

McKibben es biocéntrico, como yo. No nos interesa la utilidad de una especie animal o un río determinado para la humanidad. Tienen un valor intrínseco, para mí, más valor que otro cuerpo humano o que millones de ellos. La felicidad humana, y desde luego la fecundidad humana, no son tan importantes como un planeta sano y salvaje.

El planteamiento es que cualquier alteración del clima o el entorno por parte del ser humano es negativa, no importa cuáles sean sus beneficios para nuestra especie. Si uno lo mira así (y es lo que hay detrás de las leyes que nos estamos dando desde hace años y de lo que prescriben nuestros gobiernos), es lógico que deteste los combustibles fósiles y el uso que les damos. Para ellos, lo que está pasando en estas últimas semanas debería ser motivo de celebración. Porque estamos reduciendo nuestra huella climática y medioambiental.

A mí me parece que hay que estar muy enfermo para pensar de esta manera. Pero me parece todavía peor la actitud de los hipócritas que lloriquean porque aquello que han impulsado tiene las consecuencias que siempre pregonaron y desearon. Consecuencias para el resto, claro. Ni Sánchez, ni Macron ni Von der Leyen sufrirán ni un poquito. Su bienestar también depende de los combustibles fósiles, pero saben que el último litro que llegue a Europa sería para que ellos lo usaran.

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