Una de las cosas más asombrosas y lamentables sucedidas en España en la última década ha sido el espectáculo de ver como buena parte de nuestra clase política y mediática denostaba y sigue denostando como defecto lo que siempre en política había sido considerado virtud: Nos referimos a la austeridad en el gasto público. En principio, no habría ningún problema en criticar las políticas "austericidas" si por tal cosa entendiéramos lo que etimológicamente dan a entender, es decir, aquellas políticas que erradican o matan la austeridad. Nuestra iletrada clase política y buena parte de la mediática, sin embargo, no utilizan esa expresión para criticar a las políticas despilfarradoras que disparan el gasto y el déficit público sino, por el contrario, para denostar aquellas que controlan y reducen el gasto a cargo del contribuyente. Semejante alteración tanto en el significado de las palabras como en la valoración moral de la austeridad solo es superada por ese bulo elevado a verdad indiscutible como el de que los gobiernos de Rajoy llevaron a cabo una política de austeridad cundo lo cierto es que mantuvieron, cuando no elevaron, el gasto público al tiempo que elevaron más que nunca los impuestos y el endeudamiento público.
Lo peor es que el gobierno social/comunista de Pedro Sánchez parece dispuesto a batir todos los récords en lo que a gasto público, subida de impuestos e incremento de la deuda pública se refiere. Así, y con una deuda pública que ya ronda el 120% de nuestro PIB, se ha sabido que, entre pensionistas y asalariados públicos, el sector privado sostiene a 13,4 millones de personas y destina 320.000 millones en sueldos y salarios. Por otra parte, el Ejecutivo de Sanchez ha disparado un 30% el coste para las arcas públicas de la estructura política del Gobierno, que no ha dejado de crecer ni durante la pandemia ni en la crisis energética, haciendo que el coste de la corte de asesores haya crecido nada menos que un 60% desde 2017.
Se dirá que, pese a lo anterior, hay que tener en cuenta que cerca de un 40 por ciento del gasto público lo constituye el pago de pensiones; pero, aun así, no es menos cierto que, si se quiere hacer sostenible nuestro sistema público de reparto, también habrá que hacer un ejercicio de contención en este ámbito sin indexar su crecimiento al desbocado aumento de la inflación. Además, hay que hacer un decidido ejercicio de reducción de nuestro sobredimensionado número de funcionarios y empleados públicos para que no constituyan una aplastante rémora del sector privado. Eso, por no hablar del despilfarro en subvenciones a distintos chiringuitos ideológicos, a sindicatos, partidos políticos y patronal que constituyen un insulto para los propios pensionistas así como para los trabajadores en activo sometidos a una descomunal presión fiscal.
Precisamente, dada la enorme presión fiscal a la que ya estamos sometidos, no es descartable que una reducción de impuestos pudiera, paradójicamente, suponer una mayor recaudación en la medida que revitalizase nuestra actividad económica. Sin embargo, además de confíar en el llamado "efecto Laffer" que pudiera tener una reducción de impuestos en términos recaudatorios, cualquier partido político, con un sentido mínimo de responsabilidad, se atrevería a abanderar la virtud de la austeridad y a solicitar una reducción del gasto público. Más aun en unos momentos en los que el BCE parece ya dispuesto, precisamente por sus decisivos efectos en la inflación, a poner fin a la monetización del endeudamiento de gobiernos tan manirrotos como el nuestro.
Mucho nos tememos, sin embargo, que la virtud de la austeridad seguirá siendo tratada como palabra maldita, como reivindicación políticamente incorrecta. Y es que la única "austeridad" que nos va traer este gobierno manirroto será ese coactivo empobrecimiento que habrán de sufrir los contribuyentes presentes y futuros por la voracidad fiscal y la adicción al gasto público de un sector público al que nunca se le aprieta el cinturon.