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José María Rotellar

La cruda realidad económica de la que los jóvenes llevan aislados veinte años

La falta de esfuerzo y la intervención estatal están frenando la emancipación de los jóvenes en España.

La falta de esfuerzo y la intervención estatal están frenando la emancipación de los jóvenes en España.
Europa Press

Hace unas semanas, me llamaba Leticia Vaquero para que diese mi opinión en el programa En Casa de Herrero, de esRadio, acerca de la dificultad que los jóvenes, especialmente los españoles, tienen para emanciparse, según los últimos datos publicados por la Organización Internacional del Trabajo, además del liderazgo de España, triste liderazgo, de la tasa de paro juvenil en la UE.

Pues bien, como le dije en aquella intervención radiofónica, nos encontramos con dos problemas que hace que los jóvenes españoles no puedan tener la posibilidad de emanciparse antes y de la elevada tasa de paro de dicho segmento poblacional. El primer problema es la falta de suelo, no porque no haya, sino porque no se liberaliza. Así, queda restringida la oferta y suben los precios. Si le sumamos una demanda creciente, por aumento de población, los precios vuelven a presionar hacia arriba. Si le añadimos la política intervencionista que limita alquileres, que no da seguridad jurídica contra la ocupación de viviendas, y que trata de introducir precios máximos en el mercado, la oferta baja todavía más y el precio sube.

El segundo problema, que es gravísimo, es que hace alrededor de veinte años, quizás alguno más, que a los jóvenes españoles se les introdujo en una burbuja de fantasía, donde se les venía decir, a través de las múltiples series de televisión y de los cambios sociales en muchos comportamientos, que todo lo tenían al alcance de la mano y que tampoco iban a tener que trabajar mucho para lograrlo. Les introdujeron en sus cabezas la idea de que la vida está para disfrutarla, pero que para lograrlo no hacía falta trabajar mucho, sino viajar cada fin de semana, cada puente, cada período de vacaciones; salir constantemente. En definitiva, vivir como si no hubiese mañana.

Esa cultura contraria al esfuerzo, al sacrificio, tuvo su mayor carga de profundidad en la relajación de la exigencia educativa, donde se podía pasar de curso en el colegio o instituto con asignaturas suspensas; donde se rebajaron los temarios; donde se impulsó una educación que tratase más de ser un juego que una disciplina de aprendizaje.

Y, ahora, todo ello se traduce en que no están preparados ni conocen bien el espíritu de sacrificio, no porque valgan menos, ya que muchos de ellos seguro que podrían destacar enormemente, sino porque, pese a que se repita que son la generación mejor preparada, no es verdad: su preparación es escasa académicamente, porque el nivel se relajó mucho, y su capacidad de sufrimiento y de esforzarse está limitada, porque durante muchos años la sociedad les ha bombardeado con un mensaje en sentido contrario.

El informe PISA no deja lugar a dudas sobre el deterioro de la calidad educativa: el relativo a 2022, último disponible, establece que respecto a 2015 los alumnos españoles han bajado quince puntos en matemáticas, veintidós en lengua y ocho en ciencias; un desastre.

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Si unimos la contraproducente intervención en el mercado y la burbuja irreal, de fantasía, que ha hecho tanto mal en la capacidad de las generaciones jóvenes, el cóctel es explosivo, fuente de frustraciones que limita la vida de los jóvenes.

Tiene remedio, pero, para ello, los jóvenes tienen que mirarse en el espejo de sus padres y abuelos: no han tenido nada regalado, sino que, poco a poco, gracias a trabajar mucho, muchísimo, fueron formando familias a las que cada vez pudieron dar un mejor nivel de vida. No nacieron con todo su patrimonio formado, como norma general, sino que fueron progresando gracias a su esfuerzo, a su espíritu de sacrificio, a su incansable trabajo. Sus padres y abuelos no viajaban constantemente, y primaban el ahorro frente al consumo para poder destinarlo a otros bienes, como una vivienda en muchos casos.

Ahora mismo, por el contrario, los jóvenes sí quieren realizar esos otros gastos, lo cual no está ni mal ni bien, sino que es un cambio de preferencias. Sin embargo, olvidan que su restricción presupuestaria es limitada, como en todo consumidor, y que si destinan sus recursos a comprar unos bienes, no podrán adquirir otros. Y aquí se inicia su frustración, porque la sociedad les ha venido a decir durante las últimas dos décadas que pueden acceder a todo, y, por tanto, ellos quieren situarse en un punto inalcanzable para su restricción presupuestaria. Quieren una satisfacción de una curva de indiferencia —que es lo que en microeconomía nos devuelve la utilidad de una combinación de consumo— que no pueden alcanzar.

Por ello, los jóvenes pueden mejorar su situación formándose todavía más; trabajando hasta la extenuación en su profesión, para poder aprender y crecer profesionalmente; esforzándose al máximo. Pueden mejorar, asumiendo que no pueden tener todo, y que tienen que priorizar, y que para adquirir una vivienda tendrán que renunciar a muchas cosas, como coche, vacaciones, viajes o comer y cenar en restaurantes, como hicieron, en muchos casos, sus padres y abuelos.

Las cosas no se regalan y ellos han tenido, en general, esa sensación durante muchos años. No es culpa suya, sino de la sociedad que los ha envuelto, pero pueden ponerle remedio si abrazan esa cultura del esfuerzo, del sacrificio y de la entrega que las políticas de Zapatero comenzaron a hacer desaparecer en España.

Si así lo hacen, conseguirán progresar y, con ellos, toda la economía española. Y, paralelamente, deben pedir que los políticos no interfieran en la economía y que liberalicen el suelo, para que el potencial incremento de oferta pueda hacer bajar los precios.

En Libre Mercado

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