Dicen que uno no aprecia lo que tiene hasta que lo pierde. No quiero entrar a valorar lo sucedido en Valencia y Albacete. La tragedia es de un tamaño tan colosal que resulta imposible comprender lo que sienten esas personas que han perdido absolutamente todo, empezando por sus seres más queridos. Sería de una frivolidad intolerable. La inmediatez de las redes sociales nos permitió ver, en tiempo real, la virulencia de lo que estaba sucediendo y comprender lo salvaje y despiadada que puede ser, en ocasiones, la naturaleza.
Hay algo obvio e incontestable en todo este asunto. Nuestros hermanos en Valencia y Albacete se han sentido solos, se han sentido abandonados, se han sentido desamparados. No voy a valorar, insisto, quiénes son los culpables en este asunto. Sería fútil. Cuando una tragedia tiene lugar, normalmente no hay una única causa, sino un cúmulo de muchas. Permitimos que se construya en terreno que sabemos inundable, tenemos agencias de meteorología, conferencias hidrográficas, ayuntamientos, comunidades autónomas, gobierno central, planes de emergencia… pero todo falló.
Y lo que vino después fue incluso peor o, al menos, mucho más descorazonador. Enfrentarse cara a cara con la verdad, darse cuenta que llevamos toda la vida viviendo una burda falacia. Percatarse de que, aquellos que se supone velan por nuestro bienestar, tienen en realidad otros intereses, otras prioridades. Los ciudadanos no somos más que piezas a sacrificar en una macabra coreografía que ha hecho despertar, de golpe, a millones de personas. La realidad era todavía peor que la pesadilla que estaban viviendo.
Pagamos y mantenemos a gente que tiene que cuidarnos, pero no les importamos. Mantenemos a gente que nos deja construir nuestras casas en sitios donde la tragedia es solo cuestión de tiempo, y nos cobra por ello. Mantenemos a gente que trabaja en organismos que deberían haber alertado, pero no lo hicieron. Mantenemos a gente que debería haber estado al pie del cañón, pero no estuvieron. Mantenemos a gente que debería estar al lado de nuestros hermanos, pero están enzarzados en pueriles luchas de poder que airean, al fin, su nauseabunda esencia.
El estado ha fracasado. De manera atroz, espantosa, cruel y, sobre todo, irreparable. Ya no hay vuelta atrás. Todo era mentira, nunca os hemos importado, únicamente somos la excusa necesaria para vuestra siniestra existencia. Sobráis todos, no hacéis falta ninguno. Los que han sufrido esta tragedia inenarrable lo han contemplado con una prodigiosa clarividencia. Y los demás también. Hemos visto cómo los primeros en llegar no fueron aquéllos a los que pagamos para ello. Los primeros en llegar fueron los propios vecinos, con palas, con cubos, con escobas y con alma. El alma que os falta a vosotros. Ciudadanos, anónimos, normales y corrientes, de los que ayudan siempre y no van a fallar nunca. Porque somos mejores que vosotros. Siempre lo hemos sido, pero ahora ya lo sabe todo el mundo.