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Diego Sánchez de la Cruz

Sobre la desigualdad y la redistribución

El principal error de la doctrina intervencionista de la “redistribución” es su concepción estática de la riqueza, idea que condena a entender la economía como un juego de “ganadores y perdedores”. Si bien este razonamiento es falaz, su presencia en el debate cotidiano es bastante habitual, por lo que la cuestión no es baladí.

Para entender hasta qué punto se equivocan los partidarios de la “redistribución” es imprescindible recuperar el trabajo de P. J. O’Rourke sobre este asunto. El mordaz escritor estadounidense hace el siguiente razonamiento:

Imaginemos que A y B van a comer una pizza. En dicha situación, A va a ingerir el 60% de la misma, mientras que B se quedará con el 40% restante. Al día siguiente, A y B se vuelven a reunir para comer una pizza. Esta vez, A se quedará con el 65% de la pizza mientras que B simplemente comerá el 35% restante.En principio, B habrá comido menos… ¿Pero qué pasa si la pizza del segundo día es mayor que la del primero? En esa situación, el 35% de un encargo XXL tiene un tamaño mayor que el 40% de una pizza corriente…

Este razonamiento nos aclara que, por mucho que algunas personas se quejen de la “desigualdad salarial”, este indicador no significa que haya un empeoramiento de las condiciones de vida.

Tomemos como ejemplo de esta cuestión al empresario Juan Roig. ¿Qué ha hecho el propietario de Mercadona para conseguir que su organización mejore de forma sistemática sus resultados? Muy sencillo: satisfacer necesidades con un precio y una calidad atractiva para miles y miles de personas. Su “riqueza”, que no ha empobrecido a nadie, ha mejorado el bienestar de todos.

Claro está que hay algunos ejemplos de desigualdad salarial que no nacen del libre mercado, sino del intervencionismo económico. El mejor ejemplo lo tenemos en la banca, sector que se ha beneficiado del fin del patrón oro para privatizar ganancias y socializar pérdidas. Esta situación, marcada por la ausencia de competencia y la ruptura del sistema de precios, se explica por un nefasto socialismo monetario que ha permitido a los bancos centrales emitir cantidades ingentes de dinero sin respaldo alguno.

Eso sí: salvando las distorsiones generadas por el Estado, la economía de mercado privilegia con mayores ingresos a quienes satisfacen mejor las necesidades de los demás. Por eso, una mayor cuota de libertad económica repercutirá necesariamente en un mayor dinamismo en el reparto la riqueza, lo que se traduce siempre en mayor movilidad social y mejores oportunidades para todos.

Así las cosas, es evidente que el debate sobre la “redistribución” sería mucho más sencillo si sus partidarios comprendiesen el dinamismo natural de la riqueza generada en el mercado. Quizá si identificasen correctamente que el Estado es el principal causante del enriquecimiento desmedido de sectores como la banca no serían necesarias estas aclaraciones.

Sin embargo, aunque se diesen estas condiciones, los políticos siempre tendrán incentivos para enarbolar este discurso. Por este motivo, quienes persiguen aumentar el poder del Estado sobre nuestras vidas y nuestro dinero fomentan desde el poder sentimientos como la envidia y el egoísmo, esos dos grandes “impulsos igualitarios” identificados en su día por Anthony de Jasay.

Con la envidia se fomentará el empobrecimiento del rico, con independencia de lo que esto suponga para los demás. Con el egoísmo se fomentará la búsqueda de rentas por parte de grupos organizados, ya que el dinero arrancado a algunas personas será posteriormente adjudicados a aquellos que sepan presentarse ante el poder como justos merecedores de ese dinero ajeno.

Así, cualquier debate sobre la “desigualdad” se caracteriza por la contaminación ideológica. El resultado es el aplauso de un proceso de erráticos fundamentos que, además, generará pobreza para todos… pues como dijo en su día Adrian Rogers, “no se puede multiplicar la riqueza sobre la base de dividirla”.

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