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EDITORIAL

Los deberes pendientes

Si el PP quiere llegar a las elecciones con un argumentario sólido que oponer a la extrema izquierda no puede confiar sólo en las cifras del paro.

La economía española goza de mejor salud ahora que hace dos años y medio, cuando Mariano Rajoy llegó a la Presidencia del Gobierno. Sin embargo, esto no implica que el Gobierno haya hecho lo que tenía que hacer en estos últimos 30 meses, ni mucho menos que se haya quedado sin tareas pendientes para los 18 que le quedan de legislatura. Prácticamente todos los informes que analizan la economía española (del FMI a la Comisión Europea, pasando por los servicios de estudio de nuestros grandes bancos) coinciden en la misma línea argumental: en economía, también hay aún mucho trabajo por delante.

De hecho, estos análisis no sólo concuerdan en su petición de más reformas. También hay una persistente coincidencia en el tipo de cambios que necesita nuestro marco legal para que la economía española reciba el impulso definitivo que necesita. Destacan tres áreas en las que el Gobierno se muestra reticente a pisar el acelerador:

  • la segunda vuelta de la reforma laboral: simplificación de las modalidades de contratación, formación de los parados, diseño del subsidio de desempleo, flexibilidad en la organización interna de las empresas...
  • la profunda reforma que necesita la administración pública: cambios en la carrera funcionarial, eliminación de burocracia, evaluación de las políticas públicas, introducción de mecanismos de eficiencia en el gasto...
  • la política de liberalizaciones: acabar con los sectores protegidos, terminar la tarea iniciada con la Ley de Unidad de Mercado, eliminar privilegios y subvenciones difíciles de justificar...

No se puede decir que el Ejecutivo de Mariano Rajoy no haya hecho nada en estos tres campos, pero casi. Quizá lo único que se pueda elogiar de la gestión económica de este Gobierno sea la reforma laboral, que se aprobó en febrero de 2012. Buena parte de la mejoría en los datos de empleo se debe sin duda a la flexibilización del todavía rigidísimo mercado laboral. Pero queda el regusto amargo que deja el trabajo a medio hacer. De la llamada "reforma de la administración" de Soraya Sáenz de Santamaría, mejor ni hablar. Es una tomadura de pelo. Como la "unidad de mercado" en un país en el que hay territorios como Cataluña que están abiertamente en rebelión y fuera de la ley, sin que el Gobierno haga nada.

En Moncloa sienten que la recuperación económica será la mejor medicina contra el populismo que amenaza con llevarse por delante la democracia española. Y es cierto que si se mantienen las actuales cifras de creación de empleo y crecimiento, éstas serán las mejores, por no decir las únicas, bazas que el PP pueda presentar en las próximas citas con las urnas.

Pero no es suficiente. El discurso populista se alimenta en parte de una realidad tangible: al entramado institucional y económico español le hace falta una reforma en profundidad. En este sentido, resulta sorprendente que una formación que se declara anticapitalista sea la nueva estrella de la política española. En cualquier otro país de nuestro entorno resulta difícil imaginar un escenario así.

No es casualidad que este discurso cale en una ciudadanía que en muchos casos identifica el capitalismo con un entorno empresarial viciado por los favores políticos, los sectores intervenidos, los monopolios públicos (o los privados protegidos por el Gobierno de turno) o las subvenciones entregadas de forma discrecional. Nada de esto tiene que ver con el libre mercado y sí, y mucho, con el intervencionismo político.

Si el PP quiere llegar a las próximas elecciones con un argumentario sólido que oponer a la extrema izquierda no puede confiar sólo en las cifras del paro. Como recordábamos ayer, tiene que dar la batalla de las ideas. Y también tiene que completar las reformas que prometió en su programa y que no ha afrontado o que ha dejado a medias. Sólo así tendrá la credibilidad de la que ahora carece. Tiene ya poco tiempo para lograrlo, y además necesitará de una valentía y determinación que, hasta ahora, Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría sólo han utilizado para liquidar a los periodistas incómodos.

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