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Jesús Gómez Ruiz

El agua, ni se compra ni se vende

Si bien es verdad que la mentalidad española va siendo cada vez más favorable al mercado, cuando sale a relucir el tema del agua, la mayoría de la gente se cierra en banda. Diríase que, para los españoles, el agua viene a ser como el cariño verdadero: ni se compra ni se vende. Esta actitud proviene, con toda seguridad, de épocas pretéritas, aunque no muy lejanas, cuando apenas había regadíos y había que ir por el agua a la fuente. Todo lo más, se requería una inversión para construir y mantener las traídas de aguas hacia las poblaciones -como en el Imperio Romano-, y aún hoy, los ayuntamientos y las empresas privadas públicas o de suministro de agua a las poblaciones o a los regadíos insisten en que las tarifas que cobran provienen única y exclusivamente de los costes derivados de la traída del agua.

Con el agua sucede algo muy parecido a lo que sucedió con la tierra. Por tomar un ejemplo reciente, las tierras cultivables en EE UU eran tan abundantes que, todavía a principios del siglo XX -en Oklahoma-, se seguían regalando a los colonos que quisieran cultivarlas. Hoy es prácticamente imposible encontrar en el mundo tierras cultivables gratuitas -quizá sí, en la Australia profunda, a cientos de kilómetros de ninguna parte. La caza también es un buen ejemplo, así como la pesca en el mar abierto.

A poco que observemos, nos daremos cuenta de que el progreso de la civilización implica que algunos bienes que, por su abundancia relativa, podían considerarse como libres, pasan a ser escasos al multiplicarse el número de usos alternativos a los que se pueden aplicar. Aún a principios de siglo se consideraba como un lujo indecente disponer de agua corriente en la vivienda. Hoy, es ilegal construir viviendas sin agua corriente, y la mejora en las técnicas de construcción de embalses y canalizaciones hacen posibles los regadíos en zonas que ni siquiera eran apropiadas para los cultivos de secano.

La cuestión de hecho es que el agua ha dejado de ser un bien libre. Sus usos alternativos empiezan a superar la cantidad disponible, o lo que es lo mismo, no todas las demandas podrán ser cubiertas, luego es de todo punto necesario discriminar entre esos usos alternativos. ¿Cómo hacerlo? Básicamente existen dos formas: establecer un sistema de cupos, o bien definir adecuadamente derechos de propiedad -esto es, privatizar- y dejar que se forme un mercado del agua.

En el primer sistema, es necesario saber cuáles van a ser las necesidades presentes y futuras para poder asignar los cupos de forma eficiente. El problema es que resulta imposible saber con un mínimo de objetividad cuáles son las necesidades presentes -ni que decir de las futuras- sin un sistema de precios, porque, en primer lugar, no habría incentivos para economizar agua, ni tampoco para buscar nuevos "yacimientos" o transportar el líquido allí donde sea más necesario -esto es, más productivo o rentable, incluyendo el consumo doméstico. Y en segundo lugar, porque, al no existir criterios objetivos, un sistema de cupos acabaría degenerando en una guerra entre grupos de presión -la polémica del trasvase del Ebro en el marco del Plan Hidrológico Nacional es un buen ejemplo- donde ganarían, no los más eficientes, sino los más fuertes o mejor organizados, esto es, los que presionen o corrompan más eficazmente al gobierno, con todos los fenómenos que conllevan las asignaciones de recursos al margen del mercado: precios desorbitados, contrabando, reventa "ilegal" de cupos, corrupción administrativa, etc.

En el segundo sistema, un mercado libre, se formaría un precio que aglutinaría toda la información dispersa acerca de las necesidades objetivas de cada consumidor de agua, ya sea una vivienda, una industria o la agricultura; y se formarían los incentivos necesarios para encontrar nuevas formas de aprovechar el agua existente, haciendo posible que el sector privado acometiera las obras de infraestructura necesarias para llegar a una red nacional de distribución de agua.

Quienes teman por su ducha diaria en un sistema de mercado deberían tener presente que en muchas zonas de Andalucía la gente estaría dispuesta a pagar -y no poco- por poder ducharse y beber agua a cualquier hora en verano, en lugar de tener dos horas diarias de agua no potable -gratis, eso sí.

La demagogia irresponsable de algunos líderes políticos de nuevo cuño, que se sirven del agua como trampolín para fundar delirantes nacionalismos, así como los patéticos llamados a la "solidaridad interregional", no deberían oscurecer nuestro juicio para discernir dónde está nuestro verdadero interés. Naturalmente, la privatización plantea un buen número de problemas técnicos, por ejemplo, el conflicto entre las aguas superficiales y las subterráneas en una cuenca hidrográfica, pero si de algo podemos estar seguros es que el mercado, en ausencia de coacción gubernamental, encontraría soluciones adecuadas sin violentar los derechos de nadie. La planificación, con toda seguridad, no dejará a nadie satisfecho y provocará conflictos innecesarios, además de hacer posible que haya quienes se queden sin beber para que otros laven sus coches. No olvidemos que la planificación fue el dogma económico de los países del Este. Los resultados, a la vista están.

En Libre Mercado

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