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EDITORIAL

Lo que sea, menos reducir el gasto

Sólo existen dos formas ortodoxas de mantener equilibrado el Presupuesto cuando los gastos se disparan: hacer algo para reducirlos o cobrar más impuestos. La opción por la que se decante el gobierno de turno dependerá de su mayor o menor compromiso con las políticas a largo plazo, lo que, a su vez, dependerá de su poder —y voluntad— de convicción ante los principales beneficiarios del gasto público, así como de su mayor o menor resistencia a la tentación demagógica.

Un gobierno responsable, cuya meta sea el progreso a largo plazo de la sociedad —y no la mera perpetuación en el poder— debe concentrar sus esfuerzos en las reformas necesarias para garantizar ese progreso, aun a pesar de que, a corto plazo, determinados sectores del electorado puedan sufrir una ligera merma en su renta disponible.

Si bien es cierto que el Partido Popular, cuando llegó al Gobierno, heredó la frívola e infame demagogia del PSOE sobre la Sanidad y las Pensiones, también es cierto que ya lleva en el poder seis años (casi dos de ellos con mayoría absoluta). Es tiempo suficiente como para explicar al electorado la necesidad de acometer reformas serias en estos terrenos, que son los principales “agujeros negros” del Presupuesto.

Es inadmisible que España sea el país de la Unión Europea que más gasta en preparados farmaceúticos (financiados, en su mayor parte, por el sistema de la Seguridad Social), sobre todo si se tienen en cuenta las virtudes de la dieta mediterránea, aún mayoritaria en nuestro país. Esto sólo se explica por la semigratuidad de los medicamentos. Las cacareadas medidas de ahorro, como la receta de genéricos, no suponen más que una gota de agua en el inmenso océano del gasto en medicamentos (unos 80 mil millones de pesetas frente a 1,3 billones que financia la Seguridad Social).

Pero en lugar de empuñar las tijeras con firmeza y reducir ese gasto a niveles europeos, el Gobierno —cosas del centrismo— ha optado por lo más fácil: subir los impuestos. Y dentro de lo fácil, por lo que menos problemas de imagen plantea: subir el impuesto sobre los carburantes cuando el barril de petróleo vuelve a alcanzar mínimos en su cotización. Esas 5,6 pesetas de gravamen extra por litro supondrán una recaudación de unos 100 mil millones de pesetas. Justamente lo que el Gobierno necesita para cuadrar las cuentas públicas, habida cuenta del más que probable incumplimiento de las previsiones de crecimiento del PIB, aunque Rato se siga empeñando en mantenerlas contra viento y marea.

La exposición de motivos de la Ley de Impuestos Especiales (donde se incluye el que grava los carburantes, IVA aparte), aprobada en 1992 por el PSOE, prevé en su exposición de motivos “una finalidad extrafiscal como instrumento de las políticas sanitaria, energética, de transportes, de medio ambiente, etc.” Es decir, los carburantes, el alcohol y el tabaco son el recurso fácil de los gobiernos incapaces de gastar menos (el ajuste económico de Boyer, en 1982, por ejemplo, recayó también sobre las quebrantadas espaldas del automovilista). Si la Ley General Tributaria y la Constitución establecen que la carga impositiva deberá ser repartida equitativamente y no ser confiscatoria, ¿por qué ha de ser siempre el automovilista quien pague la falta de coraje político del Gobierno? Pues por una razón muy sencilla: la gasolina, el tabaco y el alcohol no tienen sustitutivos, y aunque su precio aumente, su consumo apenas se ve afectado, con lo que el incremento de la recaudación está asegurado.

Cuando el barril de petróleo rondaba los 35 dólares y los ciudadanos clamaban por una rebaja del impuesto sobre los carburantes, Rodrigo Rato, gran artífice de frases ingeniosas y de ironías hirientes, replicó que, antes que beneficiar a los jeques árabes, era preferible que el dinero se lo quedara el Estado. Ahora que ronda los 18 dólares, el corolario es muy parecido: antes de que se lo quede el contribuyente, es preferible que se lo quede el Estado. Esto es, el Gobierno, siempre en el centro.

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