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EDITORIAL

El euro ya es una realidad física

Después de dos años de vida virtual en los ordenadores del sistema financiero mundial, el euro, la nueva moneda de los europeos, cobra existencia física para mediar en las pequeñas transacciones de la vida diaria.

Se suelen citar como principales ventajas de la moneda única el ahorro de comisiones bancarias por cambio de moneda, la posibilidad de comparar directamente los precios locales con los exteriores —lo que favorece la competencia intracomunitaria y la creación de un verdadero mercado interior—, mayores garantías de resistencia ante ataques especulativos, mayor libertad en los movimientos de capitales, seguridad ante las fluctuaciones de los tipos de cambio, etc.

Sin embargo, estas ventajas —con ser valiosas— no hubieran bastado por sí solas para convencer a los políticos europeos de la necesidad de acometer la creación de la moneda única. Aunque pocas veces se señalan, dos han sido las principales razones que han impulsado la creación del euro.

La primera, competir con el dólar para encontrar hueco en la composición de las reservas de los bancos centrales del mundo. No es preciso recordar que desde el derrumbe de Bretton-Woods en 1971, ninguna moneda del mundo (ni siquiera el dólar) es convertible a metálico (oro), con la excepción del franco suizo, que lo hace a una tasa variable. Ni siquiera existen tipos de cambio fijos entre las distintas monedas que forman el FMI. Por tanto, el país que consiga colocar su divisa de papel en las arcas de los bancos centrales del mundo habrá conseguido financiar permanentemente sus déficit comerciales, pues no tendrá que entregar nada a cambio por haber importar más de lo que exporta. Es el caso de EEUU, que “paga” sus déficit comerciales exportando dólares. Fue precisamente este proceso lo que destruyó Bretton-Woods. Alemania y Japón, las grandes derrotadas en la II Guerra Mundial, aunque se daban perfecta cuenta de lo insostenible de Bretton-Woods, no se atrevieron a pedirle el oro a los EEUU, cosa que sí hizo Francia mientras De Gaulle y Rueff pudieron, hasta mayo del 68. La quiebra de la Reserva Federal en 1971 dejó a Francia y a Alemania, las principales economías de Europa —además de a Japón—, con dos palmos de narices y sentadas sobre una montaña de billetes verdes que ya no daban derecho al metal amarillo. Fue este duro escarmiento el que instaló en las conciencias de los gobernantes europeos la necesidad de tener una moneda propia de peso internacional para no tener que depender de los vaivenes del dólar ni de los déficit de EEUU... y de paso, poder cobrar también el señoreaje que los EEUU estaban cobrando al resto del mundo.

La segunda, fue el hartazgo de Alemania —que después de sus amargas experiencias hiperinflacionarias abrazó la rectitud monetaria como imperativo categórico— respecto de las periódicas devaluaciones “competitivas” de sus socios europeos, que tanto daño hacían a sus exportaciones. Con una moneda común se evita el riesgo cambiario en el mercado europeo, y la competitividad, en lugar de regirse por la vía de la devaluación, vendría determinada por la calidad de los bienes y servicios exportados, en lo que los alemanes gozan de una evidente y merecida ventaja.

Ni que decir tiene que para los ciudadanos de países como Italia, Grecia, España e Irlanda —tradicionalmente incapaces de renunciar al impuesto inflacionario y a la monetización de deuda pública— la disciplina fiscal y presupuestaria que imponen los criterios de ingreso en el euro ha sido una bendición que ha permitido cerrar el paso a la demagogia del gasto público descontrolado, cáncer de la moneda. El espectacular crecimiento económico de países como Irlanda y España corrobora lo beneficioso de la moneda única.

Sin embargo, algunas sombras planean sobre el futuro del euro. No hay que olvidar que se trata de una creación de laboratorio, impulsada y regida por políticos y ajena al mercado. El euro ha perdido ya en dos años el 25% de su valor desde su puesta en circulación (1 de enero de 1999), lo que ha dañado gravemente su credibilidad como alternativa al dólar. A pesar de la tan cacareada independencia formal del BCE, a nadie se le oculta que la principal causa del deterioro cambiario del euro fueron las presiones del gobierno alemán (Oscar Lafontaine) para abaratar el precio del crédito, además de la indefinición permanente en los criterios de política monetaria (unas veces lo que importa es la inflación, otras el crecimiento económico, y otras lo que dice o hace Alan Greenspan). Sólo una verdadera independencia política del BCE (a semejanza de la Reserva Federal norteamericana), además de unas profundas reformas estructurales en toda Europa (impuestos, pensiones, sanidad, mercados laborales, barreras comerciales, etc.) y unos criterios rigurosos de política monetaria darán la credibilidad necesaria al euro como moneda de reserva frente al dólar, asegurando la estabilidad de su valor.

Ojalá que el PP, en la presidencia española de la Unión, recupere el ideario liberal que tanto reparo le da exhibir en tierra propia y logre convencer a los gobernantes europeos de la necesidad de estas medidas. De no ser así, el euro sólo será un mal sucedáneo del marco, zarandeado por doce intereses políticos diferentes.

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