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EDITORIAL

Ministro de asuntos argentinos

Las relaciones exteriores son un arte verdaderamente difícil. Huelga decir que el objeto de la diplomacia es defender los intereses de una nación con suavidad y con cordialidad, evitando roces innecesarios; pero, sobre todo, con firmeza, reduciendo al mínimo imprescindible el número y la amplitud de las concesiones. En definitiva, mano de hierro en guante de seda.

Sin embargo, siempre existe la tentación de confundir la gimnasia con la magnesia, la velocidad con el tocino, las formas con la esencia. Y esto es precisamente lo que le ocurre a Josep Piqué, quien parece haber confundido el oficio diplomático con el de maestro de ceremonias: sonreír, agradar, y nunca contrariar a nadie; ya se trate de la “pérfida Albión” en el asunto del “submarino amarillo”; de nuestro maleducado amigo, el rey de Marruecos; o del liquidador provisional de la quiebra argentina, Eduardo Duhalde.

Podrá decirse, quizá con razón, que no es cometido del Ministerio de Asuntos Exteriores vestirse de cobrador del frac ni ejercer de agente comercial de las grandes empresas españolas. Pero lo que no debería ofrecer ninguna duda es que el canciller español, de lo que nunca debe ejercer es de portavoz y valedor de un gobierno extranjero (aunque sea “hermano”) ante su propia nación y gobierno, máxime cuando los intereses económicos de muchos ahorradores españoles se van a ver seriamente afectados. No es de recibo atreverse a decir en España algo que ni siquiera la propia clase política argentina se atreve a decir en su país abiertamente: Este plan “va a requerir el esfuerzo por parte de todos, y todos tienen que asumir el coste de salir de esa situación. Nadie puede pretender quedarse al margen (...) ante una situación de estas características tan críticas, todos los sectores tienen que hacer esfuerzos y sacrificios y, desde luego, a eso no pueden ser ajenos los intereses empresariales, ya sean españoles, extranjeros o argentinos”. Y como remate “no sería apropiado que un gobierno de otro país diese una opinión técnica sobre un plan económico que ha merecido la aprobación del Parlamento argentino y que ahora debe ir concretándose por el Gobierno”.

Es imposible achacar las declaraciones de Piqué a una hipotética ignorancia del funcionamiento de la economía y las empresas. No hace falta recordar que Piqué no es precisamente un lego en cuestiones comerciales o económicas. Sabe perfectamente que el Gobierno argentino ha incumplido flagrantemente, no sólo su compromiso de mantener la paridad del peso —esto, con ser gravísimo, es casi lo de menos—, sino también las garantías prometidas a las empresas de servicios españolas: las facturas de la luz, el gas y el teléfono se cobrarían siempre en dólares, por el evidente riesgo que suponía invertir en Argentina cuando los estadounidenses salieron de allí echando pestes con Alfonsín para no volver. Y, además, sabe perfectamente que cuando una entidad ha quebrado, sus administradores y sus accionistas ya no tienen (o no deberían tener) ni voz ni voto. Se dirá que, en el caso de un estado, todo es distinto. Puede ser (y ese es precisamente el inconveniente). Pero dar legitimidad al atraco que Duhalde pretende perpetrar con las empresas españolas sólo porque “ha merecido la aprobación del Parlamento argentino” es lo mismo que legitimar un alzamiento de bienes en una quiebra empresarial, sólo porque lo ha autorizado la junta general de accionistas.

Si, por lo menos, el atraco de Duhalde sirviera para que la Argentina levantase cabeza, hasta podría darse por bien empleado y podríamos dar por pagado el favor aquel (estúpida e irresponsablemente recordado estos días por nuestros responsables económicos) de la carne congelada en los años cuarenta. Pero los precios máximos, combinados con los controles de cambios, la devaluación, el escarnio de los acreedores, el incumplimiento de los compromisos y la negativa a recortar de verdad el gasto público, constituyen la receta infalible —como la historia económica ha demostrado infinidad de veces— para no salir jamás de la postración.

No obstante, enhorabuena, Sr. Ministro. Ha conseguido usted que Duhalde no se enfade, que al final es lo que importa.

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