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EDITORIAL

Argentina: un rosario de errores

En la chistera de los políticos argentinos ya no quedan más conejos blancos con los que desviar la atención de lo absolutamente evidente: no hay dólares suficientes para reintegrar los depósitos de los ahorradores, ni los va a haber en un futuro próximo, sobre todo si se tiene en cuenta que están dominados por el pánico. Los que había se emplearon en gran parte en la financiación de la deuda pública (150.000 millones de dólares), que se despilfarró en todo género de burocracias, prebendas, corrupciones y clientelas. Y el resto se empleó en devolver a los ahorradores más avisados su dinero antes de que se agotara. Ni qué decir tiene que, visto lo visto, hicieron lo correcto al sacar su dinero fuera del país.

Argentina perdió dos excelentes oportunidades que le brindaban la estabilidad cambiaria propiciada por la ley de convertibilidad y la privatización de los activos y empresas públicas: la primera, dedicar a la inversión productiva los fondos que le confiaban los inversores extranjeros y los que proporcionaban los propios argentinos a unos tipos de interés muy similares a los vigentes entonces en las economías más desarrolladas. Y la segunda, utilizar los ingresos procedentes de las privatizaciones para amortizar una gran parte de la deuda pública. El desarrollo económico que países como Irlanda y la propia España han vivido en la última década son un buen ejemplo de lo que puede conseguir un cambio de moneda (el euro) bien administrado: la estabilidad cambiaria, que propicia unos tipos de interés bajos, y la moderación del gasto público abrieron las puertas a la inversión y a la creación de riqueza.

Sin embargo, la inercia del peronismo y la falta de coraje político de Ménem y Cavallo para emprender las reformas políticas, económicas y fiscales que el Argentina necesitaba dejaron en manos del débil De la Rúa un moribundo político y económico. A costa de grandes sacrificios a corto plazo, la situación hubiera tenido remedio si De la Rúa hubiera hecho caso a López Murphy y no a Cavallo. Esto fue una mala señal para los mercados, que empezaron a desconfiar. Hubiera sido muchísimo mejor devaluar o dolarizar en ese preciso instante. Aunque la dolarización hubiera sido la solución más sana (si dejamos a un lado las medidas de López Murphy), el débil gobierno de De La Rúa no estaba preparado para afrontarla a pecho descubierto, puesto que habría implicado una quita inmediata y transparente a los ahorradores, los cuales no la hubieran tolerado, como después se ha visto. Sólo quedaba la devaluación como única medida políticamente posible. Pero Cavallo prefirió olvidar las lecciones que la historia monetaria ha repetido una y otra vez: las devaluaciones, cuando son políticamente inevitables, hay que decretarlas un domingo por la tarde, por sorpresa, sin dar señales de lo que se pretende hacer y antes de que las reservas bancarias empiecen a vaciarse. Puede parecer —y de hecho lo es— una medida infame y poco digna de un gobierno respetable. Pero en todas las ocasiones en que se ha postergado, la situación ha acabado en el caos.

La Unión Europea, con razón, considera poco creíble el programa económico de Duhalde (una sucesión de decretos, contradecretos, correcciones y modificaciones sobre la marcha, que en nada ayudan a recuperar la confianza de los argentinos y de los inversores extranjeros), aunque quizá exagera el peligro de golpe militar. Hoy por hoy, el estamento militar ha dejado de ser en Argentina un poder fáctico, y además es consciente de que su intervención no aportaría soluciones a los problemas de su país.

Por de pronto, el FMI ha aplazado un año el próximo vencimiento de la deuda argentina (hasta el 17 de enero de 2003), dando a entender que desea ayudar a Argentina. Pero Argentina debe ayudarse a sí misma. Cuanto antes clarifique el gobierno de Duhalde la situación cambiaria, la política económica y las condiciones del pago futuro de la deuda, antes empezarán a volver las aguas a su cauce. Seguir prometiendo lo que se sabe que al día siguiente se va a incumplir (la salida del “corralito”) es provocar la indignación popular y avanzar con pasos decididos hacia el caos y la anarquía.

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