El destacado crítico de cine de El País, Ángel Fernández-Santos, saludó con desbordante entusiasmo la “excepción cultural” francesa, es decir, el capitalismo de rapiña que montan empresarios poco competitivos con el amparo de burócratas y políticos enemigos de la libertad, de los que en Francia no hay excepción, incluida por supuesto la derecha: dijo Chirac que “el audiovisual es un asunto demasiado importante para dejarlo a merced de la iniciativa privada”. En cambio, si se lo deja a merced de políticos y empresarios ávidos de protección, entonces está bien. Todo este sistema mercantilista y proteccionista, sobre cuyo coste y coste de oportunidad no vierte comentario alguno, le parece a Fernández-Santos “liberal”, “un acto de clarividencia” y una superación de la “grosera y artísticamente devastadora ley de la ganancia inmediata”.
Que el dejar un sector de la actividad en manos de políticos y agentes no competitivos, que obligan a la comunidad a pagar su coste, sea “liberal” es incomprensible, y que sea “clarividente” es dudoso, salvo para quienes medran con estas maniobras. Pero la visión de Fernández-Santos sobre la ganancia inmediata parece sugerir que si las ganancias no son artificialmente rápidas, ello equivale a la buena educación y a la fertilidad artística. Estoy de acuerdo, pero el estimable crítico no ha medido sus palabras, porque de ellas se deriva una conclusión que le inquietará, dado que se opone diametralmente a sus prejuicios: hay que liberalizar el mercado de la cultura para que los empresarios no competitivos, ayudados por los políticos, no puedan obtener unas groseras ganancias inmediatas gracias a la protección artificial, ni imponer a los ciudadanos unas groseras pérdidas inmediatas. Con la libertad, en cambio, la ganancia se obtiene en un plazo nunca especificable de antemano pero, al no poder coaccionar los productores a los consumidores, suele convenir a las dos partes, porque si no, no hay ganancia alguna.
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