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José T. Raga

El ansiado silencio

La prudencia exige de todas las personas que el ejercicio de un derecho, aún sin discutirse su titularidad, se haga en aras del bien de la comunidad y no en el marco de satisfacción exclusivamente individualista, con desconsideración a sus efectos favorables o adversos para las personas de nuestro entorno, sea éste próximo o remoto. Esa prudencia, se permite diferenciar, con precisión, los distintos rangos en los que cabe ordenar la trascendencia del derecho en sí, y con ello su ejercicio y exigibilidad frente a terceros. Es más, cabría hablar de derechos que se desvanecen en función de quienes sean sus titulares, lo que no significa que éstos carezcan de ellos, aunque sí se ve menguado su ejercicio, en respeto a un mejor interés común de la colectividad entera.

Es indiscutible que, frente a la inapelable titularidad de cada persona del derecho a la vida y al innegable ejercicio del mismo tan amplio como se requiera para que sea efectivo, otros derechos, el de la imagen por ejemplo, siéndolo también de todos los sujetos, su ejercicio permite matices bien diferentes de unos a otros. Es evidente que el ejercicio del derecho a no ser fotografiado y a que la imagen fotográfica no aparezca en un medio de comunicación, es distinto en una persona privada que un sujeto público.

Algo así, me atrevería a decir del derecho a la libre expresión de las ideas, de los pensamientos, de las creencias o, por qué no, de las simples opiniones. Es natural que, cuando se trate de personas de gran notoriedad, el ejercicio de este derecho tenga que verse prudentemente matizado pues, las opiniones transmitidas a su abrigo, podrían acarrear consecuencias irreversibles para el núcleo social, para sus gentes, para sus bienes o para la actividad económica o social de los mismos. Ministros, altos funcionarios de la Administración Pública, nacional o internacional, incluso académicos del mayor relieve, deben mostrar una exquisita prudencia a la hora de manifestar sus opiniones; más aún, si éstas no son producto de una evidencia indiscutible y, aún siendo evidentes, cuando la carencia informativa pudiera generar perjuicios mayores que los que se derivarían de su comunicación positiva.

En el mundo económico esto es especialmente importante, con mayor sensibilidad, si cabe, cuando nos situamos en los mercados financieros. En éstos, el capital es temeroso, huye despavorido de un lugar a otro buscando rentabilidades efectivas que, a corto plazo las más de las veces, den satisfacción a las pretensiones de sus agentes. En ese marco, que un responsable económico, llámese vicepresidente del Gobierno o Presidente del Sistema de la Reserva Federal, manifieste sus ideas acerca del estado de las cosas y su relación con el ciclo económico, acerca del mercado de capitales, o establezca previsiones para el medio o largo plazo de lo que observa en su bola de crista, puede conducir a una toma de posiciones en el mundo de los hechos, de la que se pueden derivar consecuencias imprevisibles. No es la primera vez –recuerdo especialmente los últimos meses del año setenta y los inicios del setenta y uno, en España– cuando un ministro del Gobierno español, bien es verdad que sin cartera, manifestó que la Bolsa española, es decir, los títulos que en ella se cotizaban, estaban notablemente sobrevalorados. No es necesario decir cual fue el tamaño del cataclismo en dicho mercado.

Conociendo el papel que juegan las expectativas en economía, siempre quedará la duda de cómo se habría comportado el mercado de títulos si, aquel ministro, hubiera permanecido en silencio. Lo mismo, o quizá más aún, resulta evidente en el mundo de hoy en el que, el capital financiero no se fija tanto en el dividendo esperado del título como en su plusvalía a la hora de enajenar el activo. ¡Sería tan conveniente mantener esa actitud silenciosa que proponemos! Conveniencia, tanto mayor cuanto mayor sea la notoriedad, prestigio o autoridad de la persona que, aspiramos a que se mantenga prudentemente callada.


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