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EDITORIAL

Cortinas de humo en Buenos Aires

Eduardo Duhalde llegó a la presidencia de la República Argentina merced a una serie de carambolas políticas. El cargo de presidente quemaba en las manos después del decreto que implantaba el corralito. Ningún líder político argentino quería asumir el coste de quemarse ante una ciudadanía indignada y desesperada, que veía cómo sus ahorros se evaporaban de la noche a la mañana. Duhalde, que perdió las últimas elecciones frente a De la Rúa, fue la resultante de ese proceso de abandono de responsabilidades por parte de la clase política argentina, que quiere seguir conservando sus privilegios, sus corrupciones y sus clientelas.

Hasta ahora, el presidente argentino ha logrado resistir a las sonoras protestas con que le obsequian sus conciudadanos bonaerenses. Se dice que cuenta con brigadas de partidarios y clientes (fue gobernador de Buenos Aires), los cuales, armados con cadenas, se encargan de dispersar las caceroladas multitudinarias. Con estos “apoyos”, alguna que otra aparición “estelar” entregando alimentos o asfaltando alguna que otra calle de la capital, y la promesa de introducir reformas constitucionales —meramente testimoniales — y medidas de ahorro que será preciso ver cómo se concretan, pretende conseguir el apoyo —o, al menos una disminución de la hostilidad— a su plan económico.

Una vez decidida la pesificación total de la economía argentina (esto es, la masacre de los acreedores y de los ahorradores) y la flexibilización del corralito después de varias semanas de “vacaciones cambiarias”, Duhalde pretende afrontar la prueba de fuego de la “liberalización” del tipo de cambio con el dólar. A pesar de las restricciones impuestas, el tipo de cambio de mercado ya ha rebasado los dos pesos. Y a juzgar por las continuas protestas ciudadanas cacerola en mano, es previsible que alcance cotas mucho más altas.

No obstante, y siguiendo la línea habitual desde que se produjo el primer desastre monetario de la era moderna con John Law en Francia, Duhalde —y sin ir más lejos, pronunciando las mismas palabras que el último ministro de Economía de la dictadura— asegura que “quien apueste por el dólar va a perder”, y afirma que el banco central argentino dispone de 11.000 millones de dólares —¿de dónde habrán salido?— para defender el peso en el mercado abierto, al tiempo que se queja de los malvados y antipatrióticos especuladores que “quieren generar un clima de hiperinflación, de que el dólar va a estar a 10 pesos, una cosa absurda”. Pero el presidente argentino se cura en salud: sólo se podrán obtener dólares en billetes y a través de las casas de cambio (no de los bancos, a quienes se les prohíbe el comercio minorista de la divisa norteamericana).

Con estas triquiñuelas, —que no tienen nada de nuevo en la historia económica—, el gobierno de Duhalde pretende hacer frente a la avalancha de ahorradores desesperados que querrán cambiar sus pesos antes de que pierdan aún más valor. Pero lo cierto es que, salvo el Banco de Inglaterra en el siglo XIX —y en circunstancias muy diferentes de credibilidad, buena gestión, salud del sistema financiero y confianza en los gobernantes—, ningún otro banco central del mundo ha conseguido frenar un pánico generalizado contra su divisa.

A pesar de las trabas impuestas a la compra de dólares, de que la flexibilización del corralito sólo afectará de momento a los salarios y las pensiones y de los pregonados 11.000 millones de dólares con los que cuenta el banco emisor argentino para defender el peso, existen pocas probabilidades de que la cotización de la divisa argentina en los mercados secundarios no se dispare mucho más allá de los dos pesos por dólar. Pero si algo han aprendido los argentinos en los últimos veinte años de historia monetaria en su país es a no confiar en sus políticos y a mantener sus ahorros lo más lejos posible de ellos si les dan la oportunidad.

Eduardo Duhalde ha conseguido hasta ahora mantenerse en el puesto y ganar tiempo, acaso, más por la falta de alternativas viables en un momento político tan complicado como el que atraviesa su país que por la eficacia de las escasas medidas que su gobierno ha puesto en práctica. Lo que ocurra en los próximos días va a ser la prueba de fuego para quien hasta ahora ha acertado a flotar conservando en buena parte el caos de intereses creados en el que han sumido al país sus predecesores, es decir la clase política en su conjunto. Conviene no olvidar aquella máxima pesimista, según la cual cualquier situación por desesperada que sea es susceptible de empeorar. Y acaso sea precisa una nueva evidencia de que en política los milagros no existen ni la economía se arregla con paños calientes. Tal vez de este modo las castas gobernantes se convenzan de que para dar con la solución se precisa mucha humildad para reconocer los errores cometidos y un duradero propósito de la enmienda.


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