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EDITORIAL

Venezuela: la maldición del petróleo

Cuando el socialista Carlos Andrés Pérez decretó la nacionalización del petróleo en 1975 —esto es, el robo a sus legítimos propietarios, pues el estado venezolano jamás indemnizó a las compañías concesionarias—, comenzaron de verdad los problemas para Venezuela. Con los ingentes ingresos de la venta de petróleo en aquellos años en que se ganó el calificativo de oro negro —274.000 millones de dólares entre 1976 y 1996, 20.000 millones de dólares anuales en la actualidad) los políticos venezolanos construyeron un sistema de macrocorrupción en el que cada estamento recibía su parte del botín. Empresarios, sindicatos y militares recibían puntualmente su cuota del político de turno. Lo único que variaba con los cambios de gobierno —que coincidían con los mínimos en la cotización internacional del petróleo— era la parte que a cada sector le tocaba.

Naturalmente que, en estas circunstancias, cuando el éxito —político y económico— depende de intrigas y peleas por el botín del petróleo, y no del esfuerzo y la competencia por ofrecer mejor gobierno, así como mejores bienes y servicios a la ciudadanía, hay pocas probabilidades —por no decir ninguna— de que en Venezuela se instale un gobierno democrático estable, asentado sobre la seguridad jurídica de un estado de derecho.

De todos los objetivos que, supuestamente, se iban a alcanzar gracias a la nacionalización del petróleo (modernización política e institucional, diversificación de la economía, elevación de la calidad de vida de los ciudadanos y constitución de un verdadero estado de derecho), no sólo no se ha alcanzado ninguno, sino que se ha empeorado, particularmente en lo que se refiere a la dependencia del petróleo y a las instituciones democráticas, en serio peligro estas últimas desde que Hugo Chávez llegó al poder.

La devaluación del bolívar decretada por Chávez el miércoles (su antecesor, Caldera, tuvo que hacer lo mismo poco antes de abandonar el poder y en medio de la peor crisis bancaria de la historia venezolana) responde a esa dinámica cíclica del petróleo. Llegó a la presidencia en 1999, cuanto el oro negro cotizaba en mínimos históricos (llegó a los 10 dólares por barril); y la cumbre de su popularidad y su frenesí “reformador” coincidió con los máximos de los últimos veinte años (35 dólares por barril). Hoy, con el petróleo de nuevo en los 20 dólares, los ingresos del estado vuelven a ser insuficientes para pagar a las clientelas sobre las que se asienta el poder.

Mientras que la situación económica fue boyante y los dólares del petróleo fluían abundantemente, los venezolanos toleraron mal que bien las excentricidades liberticidas de Chávez. Pero cuando no hay para todos empiezan las protestas, y es preciso seleccionar las clientelas. Visto que las clases medias ya no toleran más aventuras políticas ni más tarascadas a las libertades (la huelga general y las manifestaciones multitudinarias, así como las declaraciones del coronel Pedro Vicente Soto han sido un primer aviso), Chávez sabe muy bien que para conservar el poder sólo le queda la opción de mantener contentos a los militares y subvencionar abundantemente a ese veinte por ciento de incondicionales paniaguados que engrosa las manifestaciones de apoyo al líder bolivariano cuando éste se lo pide. La devaluación del bolívar le permitirá a Chávez equilibrar el presupuesto (el petróleo se sigue cobrando en dólares) y seguir engrasando los engranajes que sustentan su poder... al menos de momento. Pero el inexorable aumento de los precios que acompaña a toda devaluación (el bolívar cerró la sesión del miércoles con una caída del 22%) provocará aún más las iras de la clase media, ya cansada de las veleidades dictatoriales de su presidente. Será entonces cuando tendrá que elegir entre el abandono del poder y el golpe militar.

Y se iniciará otro ciclo político-petrolífero... a no ser que los venezolanos se decidan a poner definitivamente fuera del alcance de los políticos el río de dinero que fluye del Lago Maracaibo.

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