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José T. Raga

Más puede el mercado

Nos referimos al mercado por excelencia: al mercado libre. Aquel mercado que, en términos de Adam Smith, está gobernado como por una mano invisible que, sin que nadie lo pretenda, consigue el ajuste magistral de deseos demandantes y pretensiones oferentes a través de la fijación de un precio que surge de modo espontáneo de aquel concurso de intereses contrapuestos. Ni la Unión Soviética en su espejismo glorioso, ni la China de la Revolución Cultural, ni por supuesto la Cuba castrista, consiguieron con su fuerza política, cambiar las leyes que gobiernan, desde los supuestos fácticos, las relaciones económicas entre los sujetos en el seno de una colectividad. Tampoco los gobiernos autocráticos de otro signo, tan frecuentes en la Europa de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, fueron capaces de hacer posible lo que el mercado declaraba imposible.

Ni la Comisaría de Abastecimientos y Transportes, ni la Fiscalía de Tasas, ni los cuerpos especializados para la represión de las prácticas comerciales declaradas ilegales, fueron nunca capaces de garantizar la observancia plena de las voluntades políticas, expulsando de ello al mercado natural y libre entre oferentes y demandantes. Tampoco la Argentina de Duhalde, como no lo fue la de De la Rúa, ni anteriormente la de Menem y, así, un largo etcétera, pudieron con su actividad reguladora alterar el sentido más firme del mercado como proceso espontáneo de acercamiento y equilibrio entre objetivos de aquellos que se sienten parte de la oferta y los que lo son de la demanda.

¿Qué han conseguido los corralitos? ¿Qué efectos diferentes son de esperar de una acción de resultado económico, si ésta se produce por la, llamémosle, autoridad legítima, a si se produce a través de la mano invisible? O, si se quiere que sea algo más provocativo, ¿qué es de esperar de una disposición reguladora, en contra de las tendencias del mercado? El resultado en los años treinta y cuarenta, a que nos hemos referido, se resumía en el llamado "estraperlo". Un mercado, paralelo al oficial de precios regulados, en el que de forma sorprendente, por falta de espacio y condiciones para el juego libre, se acababan perfeccionando las transacciones sin excedentes ni carencias insalvables. El mercado libre, aun estando prohibido, se encargaría de solventar los desajustes ocasionales. Y eso, que era el caso para los bienes de consumo en aquel entonces, sigue siéndolo hoy para todo tipo de bienes, incluso para el dinero, cuando el Gobierno de una nación se empeña en decir cómo tienen que ser las cosas en vez de, inteligentemente, reconocer cómo son.

Personalmente, he tenido la ocasión de comprobar hechos que llenarían de fascinación a los observadores de la acción política. Más aún a los que construyen la teoría sobre aquella acción. Desde la teoría de gobierno, un control de cambios, se establece para que produzca unos efectos a corto y a largo plazo que, al menos en la función de gobierno, se consideran deseables. ¡Qué decir que no se sepa, sobre los avatares monetarios anteriores y posteriores al desmantelamiento de la paridad peso-dólar en Argentina!

Fijación de cambios y más cambios, algunos de ellos con pretensión de simultaneidad, negación del derecho de propiedad y, derivado de él, de disposición de los saldos bancarios tanto en cuantía como en modalidad; corralitos y corralones, acotando las posibilidades espaciales para la circulación de los medios de pago líquidos; unidades monetarias diferentes, emitidas por autoridades provinciales de dudosa legitimidad para tal función –patacón, bonfe, lecor, quebracho...–, coexistiendo pacíficamente con aquellas otras emitidas por el banco emisor –el peso–; sublimación de la parte más obscura, las que hemos calificado de dudosa legitimidad, con la pretensión de sustituirlas por una nueva –el lecop– emitida ésta por la autoridad nacional. Una larga historia que me llevaría a un relato que no creo sea ni el momento ni el lugar.

La fascinación a que aludía se me produjo al intentar escudriñar en las colas de los cambistas –mercado libre, éste sí– para ver el orden de las negociaciones, esperando, tengo que confesarlo, saciar mi curiosidad acerca de las tensiones del cambio dólar-peso. El primer dato que surge de este estudio tan poco riguroso es que no sólo circulaban por aquellos confines los billetes de dólar americano y peso argentino, sino que éstos se veían acompañados por "patacones" y otros especímenes semejantes. La sorpresa fue aún mayor cuando se podía comprobar que el cambio patacón-dólar, era más favorable para el primero que el que resultaba para el peso en su relación con la divisa americana. Como no podía ser de otro modo, el mercado practicaba también el cambio de pesos por patacones y de estos últimos por pesos, con el asombro, para el que no crea en el mercado, que la cotización en esos momentos oscilaba en el entorno de 1,10/1,15 pesos por cada patacón.

¿Cómo explicar que una moneda, digamos, espuria cotice a un valor superior al que el banco emisor otorga a la moneda legítima? Para conocer el secreto no nos sirve el Boletín Oficial, ni el conocimiento de las normas, hay que mirar, simplemente, al mercado. Éste es quien penaliza a la moneda con pretensión de legitimidad, estableciendo sus preferencias por aquella otra en la que esta legitimidad la habíamos puesto en duda. Decidido así por el mercado, la teoría monetaria reparará, seguramente, en que esta última tiene mayor liquidez que la primera y de ahí su mayor valoración. Lo que no había previsto la teoría económica era hasta dónde valoran la liquidez los demandantes de dinero. Pero, el mercado va más allá. El mercado siempre puede más.


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