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José T. Raga

Un proteccionismo atípico

El espíritu proteccionista, por llamarle a esto "espíritu", ni siquiera consigue ser una novedad, por desgracia, en el mundo económico y, más concretamente, en lo que hace referencia al comercio internacional. Incluso, de forma no exenta de sorpresa, algunos liberales han sido proteccionistas, lo que en principio parecería contradictorio. Baste mirar retrospectivamente a aquella gloriosa Escuela de Salamanca, en el siglo XVI que, de corte muy liberal en la actividad económica interior de cada nación, defendía la protección frente a aquellas mercancías que procedían del exterior, justificando tal protección, en el daño que aquellas podían producir a la economía nacional.

Proteccionista fue, desde finales del siglo XVI y hasta bien entrado el siglo XVIII, la corriente del pensamiento mercantilista. Éste, de corte británico, veía en las importaciones un modo de empobrecimiento de la economía nacional que había que frenar. Para los mercantilistas, el concepto de riqueza estaba ligado a la posesión de metales preciosos, oro y plata, cuyo atesoramiento había que preservar para garantizar la mejor vida a los súbditos de la nación. Así, con este objetivo, convenía controlar el nivel de tales metales por lo que, una forma de hacerlo sería evitando su circulación y sustituyendo ésta por billetes representativos del valor metálico depositado en las arcas nacionales. Muchos españoles, de mediana edad hacia arriba –es decir, para no andarnos con eufemismos, los mayores de cincuenta años–, recuerdan, con indudable nitidez, ese sentido metalista del dinero que se encerraba en la lectura que podía hacerse del texto de los billetes emitidos en su niñez, por el Banco de España: "El Banco de España pagará al portador cien pesetas", rezaba, por ejemplo, el documento. Y uno, podía legítimamente preguntarse: ¿Qué cien pesetas? O lo que es lo mismo: si se compromete a pagarme cien pesetas, ¿qué es este billete que tengo en las manos?

Era, sin duda, un recuerdo de aquel resguardo del depósito metálico, en el que se centraba la voluntad de atesoramiento y control de los mercantilistas. Desde esa óptica de la riqueza como posesión de metales preciosos, y congruente con ella, los mercantilistas verían en las exportaciones una forma de incrementar la riqueza de la nación ya que, a cambio de las mercancías que salían del territorio nacional entraban en él metales preciosos como pago de las mismas. Mientras, las importaciones eran un camino de empobrecimiento pues, el país, veía salir de sus arcas los deseados metales a cambio, simplemente, de mercancías perecederas. La solución al problema, estaba servida: favorecer las exportaciones y en cambio dificultar las importaciones, encareciéndolas artificialmente mediante el más primario de los sistemas proteccionistas: el arancel aduanero. Además, la visión del problema, a nivel internacional, no podía ser más lógica. Con un concepto estático de riqueza –metales disponibles en un momento determinado, a nivel universal– si una nación enriquecía lo hacía, necesariamente, a cargo de otra que tenía que empobrecer. Esta creencia se mantendría hasta que Hume aportase, significativamente, que cuando una nación crece, hace crecer también a las de su entorno.

De todo ello, y para hacer breve lo que quizá ha sido demasiado largo, se deduce que el proteccionismo es una práctica en la que la humanidad tiene una vasta experiencia. Lo que no puedo ocultar es la sorpresa que me ha producido el resultado, en política económica, que nos ofrece un laboratorio cuando, en la alquimia de los hechos, se combinan de un lado el ímpetu proteccionista –más comprensible aún en períodos de crisis– y de otro el ansia recaudatoria del Estado y, en general, de las Administraciones Públicas.

El Gobierno argentino, llevado de la necesidad de nutrir las arcas públicas de recursos con que hacer frente a las necesidades de ese género, ha considerado que una base tributaria de fácil identificación, sobre la que hacer recaer un impuesto, son las exportaciones. Estas se controlan mediante licencias, conocimientos de embarque, cartas de crédito, etcétera por lo que el impuesto que se liquidase sobre ellas, además de ser de imposible evasión, presentaría la ventaja de una gran economía recaudatoria. En otras palabras, será difícil de eludir o de defraudar y, además, fácil y barato de recaudar. Por ello, ni corto ni perezoso, el señor ministro, Jorge Remes Lenicov, ha anunciado el gravamen de todas las exportaciones con un impuesto que oscila entre el cinco y el diez por ciento de su valor, generalizando así la medida que ya había sido impuesta a las petroleras, si bien, en este caso, para mercados de estructura mucho más competitiva.

Sin duda, el ministro argentino habría hecho las delicias de los mercantilistas porque, con semejante medida, encarece los productos nacionales en el mercado exterior, dificultando sus exportaciones. Con este "proteccionismo negativo", verdaderamente atípico, no hubieran necesitado los mercantilistas ni los movimientos proteccionistas de cualquier época, establecer aranceles de protección a las importaciones pues, Remes Lenicov les aligeraba la tarea encareciendo sus exportaciones. Que Dios proteja al pueblo argentino porque, lo que son sus políticos...

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