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EDITORIAL

Seguro de desempleo, desempleo seguro

Creer a estas alturas que sólo la coacción sindical puede mejorar las condiciones económicas y laborales de todos (y no sólo de algunos) trabajadores equivale a sostener que vivimos en un mundo de ilimitada abundancia de la que se han apropiado algunos desaprensivos, por lo que es preciso arrancarles, aun en contra de su voluntad, aquello que lo que se apropian injustamente.

Pero la realidad es que las “irrenunciables conquistas sociales” a las que se aferran los sindicatos, como son el subsidio de desempleo o la indemnización por despido, no salen precisamente de las cuentas de resultados de las empresas, sino del esfuerzo de los propios trabajadores; porque es evidente que una empresa, si no quiere afrontar la quiebra, debe obtener beneficios suficientes como para hacer frente al coste financiero del capital invertido.

Las principal causa del desempleo en España es el encarecimiento artificial del factor trabajo, motivado tanto por las llamadas “cotizaciones sociales” —que representan más de un 30% de los costes laborales de las empresas— como por las indemnizaciones por despido, que las empresas han de tener muy en cuenta a la hora de elaborar sus planes de gestión de recursos humanos. No es preciso ser muy perspicaz para darse cuenta de que si los salarios se encarecen, directa o indirectamente, sólo los trabajadores más productivos podrán obtener un empleo; y serán éstos precisamente quienes tengan que soportar el coste que supone mantener al resto en el paro.

Aunque las medidas más eficaces para reducir el desempleo serían el abaratamiento de las cotizaciones sociales y de las indemnizaciones por despido, no es probable que en un futuro próximo haya un gobierno en España que se atreva a plantearlas seriamente. No obstante, es preciso reconocer que el Gobierno del PP, al menos, intenta introducir un poco de justicia en el reparto de las cargas que ocasiona el subsidio de desempleo. No es de recibo que se puedan rechazar empleos sistemáticamente con la única excusa de la distancia al domicilio o de que el puesto de trabajo no se ajuste estrictamente a la capacitación profesional. Tampoco parece muy ecuánime que los trabajadores en activo tengar que pagar de su bolsillo la compra de votos a través del PER, para que muchos de sus perceptores puedan dedicarse a tiempo compleo a sus “chapucillas” en la economía sumergida mientras que los inmigrantes aceptan los empleos que ellos rechazan.

No es, pues, muy sensato ni “solidario” obstinarse en mantener el statu quo actual —que perjudica claramente la creación de empleo e impone pesadas cargas sobre quienes ya están empleados— amenazando con una huelga general. A no ser que en la agenda de Fidalgo y Méndez se oculten las tradicionales e indisimuladas aspiraciones políticas del movimiento sindical en España, más pendiente —por su condición burocrática, sufragada con cargo a las arcas del Estado— de imponer —sin pasar por las urnas— políticas económicas al Gobierno de turno que de defender los legítimos intereses de los trabajadores. La elección de la fecha para la huelga general —el 20 de junio, día en que tendrá lugar la Cumbre de Sevilla, que pondrá fin a la presidencia española de la UE— y la cálida acogida que esta amenaza ha encontrado en las filas socialistas y comunistas es un buen indicio de ello.

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